Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

10 de junio de 2013

Catalina de Aragón vs. Ana Bolena

© Julia Siles Ortega. 2009

Hoy os presento a dos mujeres que van a desempeñar, cada cual a su modo, un rol decisivo en la vida de María. Aquí esbozo una muy pequeña parte de su personalidad y su carácter. Es sólo una breve introducción a los personajes que en la novela tendrán, como es natural, un papel mucho más significativo.

Comparar a estas dos mujeres en el contexto social, político y religioso de la Inglaterra del siglo XVI daría pie a más de una tesis doctoral. Aquí me limitaré a esbozar lo más destacado de ambas, lo que las distingue y las enfrenta, más allá de la figura omnipresente de Enrique VIII.



De entrada, pertenecen a dos mundos distintos: el germano y el latino. Es una cuestión de caracteres. Por un lado la piedad, la sumisión y la resignación a permanecer en un estatus femenino del que no se puede escapar, ni siquiera siendo reina; por el otro, el pragmatismo inglés y la ambición desmedida, hija del inconformismo y de la soberbia. Dos temperamentos y dos credos muy distintos. Por un lado: la reina católica, humilde y paciente. Sometida primero a la voluntad de sus padres para inclinarse, más tarde, ante la de su caprichoso esposo. Una mujer sencilla y de pocos alardes, digna y discreta. Por el otro: una joven educada en los placeres mundanos, a la que gusta que la miren y la admiren; una mujer que no se conforma con el lugar que ocupa en la sociedad y en la corte. Quiere más de lo que la vida le ha ofrecido hasta ahora, y sabe muy bien cómo conseguirlo.
¿Acaso no es piadosa, no es temerosa de Dios? Sí, por supuesto, ¿quién se atrevería a no serlo en esos tiempos? Pero una cosa es la devoción religiosa y la lectura privada e íntima de la Biblia, y otra muy distinta la vida fastuosa dn la corte.
Comparar a Catalina y a Ana es comparar la inflexibilidad, el rigor y la obstinación del catolicismo frente al sentido común, la maleabilidad y la tolerancia del protestantismo. Tan importante como su juventud y su fertilidad innegables, es el hecho de que Ana abraza ya las ideas reformistas que han ido infiltrándose en Inglaterra en los últimos años. ¿Habría consentido una mujer católica en que Enrique rompiera con la Iglesia de Roma, hubiera podido sobrellevar ese sentimiento de culpa?
Ana no se sentirá culpable de esa ruptura con el Papa, antes al contrario: la incitará, la provocará conscientemente. La voluntad de Enrique —que es la suya misma— está por encima de todo. Incluso por encima de la obediencia a Roma.




Culturalmente, ambas mujeres están a la par; las dos han recibido una esmerada educación humanista. Probablemente la más acusada diferencia sea que, mientras que una fue educada en una España oscura, de intolerancia religiosa propiciada por la temible Inquisición, la otra pasó su infancia y adolescencia en la corte francesa: alegre y festiva, donde los placeres no sólo estaban permitidos, sino que parecían de obligado disfrute. 

20 de mayo de 2013

Isabel I


Hoy os presento a un personaje clave en el reinado de María. Por supuesto, mi novela sólo reflejará la infancia y la juventud de la princesa. Pero su papel en la historia de Inglaterra es innegable, y por ello me ha parecido oportuno postear este artículo de Jesús Villanueva, donde el autor explica con sumo detalle y rigor los rasgos más relevantes de la personalidad y el reinado de Isabel I. 

Con su carácter independiente y su exquisita educación, Isabel I marcó toda una época de la historia de Inglaterra. Coronada a los 25 años, asombró a toda Europa con su empeño en permanecer soltera, como la Reina Virgen.

© Jesús Villanueva

«¡Oh Dios mío! ¡La reina es una mujer!» Esto es lo que exclamó uno de los súbditos de Isabel de Inglaterra al ver por primera vez a su soberana después de su coronación. Corría el año 1558, y comentarios de ese tipo reflejaban el temor de muchos ingleses al futuro. Poco podían imaginar que los 45 años de reinado de Isabel corresponderían a uno de los períodos más brillantes de la historia de Inglaterra. La Reforma protestante emprendida por su padre Enrique VIII se consolidó definitivamente; se inició el despegue mercantil que llevaría a la hegemonía mundial británica del siglo XVIII, y la monarquía se afirmó como potencia autónoma en la política europea, tras una serie de conflictos que culminaron en la victoria sobre la Armada española en 1588. También fue el período del gran florecimiento literario de los Spenser, Sidney, Marlowe, Johnson y, por supuesto, Shakespeare. La poderosa personalidad de Isabel I encarnó este momento de esplendor, dando a la corte inglesa un brillo como nunca había tenido. El comentario un tanto misógino del temeroso súbdito de 1558 nos pone también sobre la pista de una de las claves del reinado de Isabel: el de su condición de mujer y, más concretamente, la manera en que Isabel logró sobreponerse a los prejuicios antifemeninos de la época para consolidar su poder y aumentar su prestigio.



UNA VIDA DE INTRIGAS, GUERRAS Y REVUELTAS

Aunque tras su muerte todos celebraron sus logros, hubo momentos en que Isabel temió por su poder y hasta por su vida. Las intrigas internas y externas nunca cesaron de acecharla.
1554. Prisionera. A los 21 años es encerrada en la Torre de Londres, acusada de traición contra María Tudor.
1558. Coronación. Accede al trono inglés después de la muerte de sus hermanos Eduardo VI (1553) y María Tudor.
1569. Rebelión del norte. El duque de Northumberland encabeza una gran sublevación católica.
1588. Armada Invencible. La flota invasora organizada por Felipe II fracasa antes de abordar las costas inglesas.
1601. Rebelión de Essex. Rebelión del duque de Wessex, antiguo favorito de Isabel, que fracasa y es ejecutado.
1603. El fin de una época. Isabel I muere a los 70 años. Es enterrada en la abadía de Westminster.

UNA MUJER EN EL TRONO
Para entender las iniciales reacciones negativas al acceso al trono de una mujer, hay que empezar teniendo en cuenta la situación peculiar de Inglaterra. No había allí leyes que prohibieran la sucesión femenina, pero a la vez faltaban precedentes medievales que pudieran servir de modelo: no hubo figuras como las de María de Molina en Castilla o Blanca de Castilla en Francia. Además, la historia reciente tendía a confirmar la idea de los peligros de la intervención de las mujeres en política. Aún estaba fresco el recuerdo de las seis esposas de Enrique VIII, varias de las cuales se dejaron implicar en las turbulencias del reinado; entre ellas, claro está, la madre de la misma Isabel, Ana Bolena, ejecutada cuando su hija tenía tres años, por haber conspirado supuestamente contra el rey.
Poco después vino el reinado de María Tudor (1553-1558), odiada por su implacable represión de los protestantes. Precisamente contra María escribió John Knox, un agitador protestante escocés, un panfleto cuyo título lo dice todo: Alarma contra el monstruoso gobierno de las mujeres, aunque el autor se cuidaría luego de aclarar que sus reproches en modo alguno se dirigían contra la nueva soberana inglesa.
No puede decirse que, una vez tomadas las riendas del gobierno, Isabel acabara con todas las reticencias respecto a su condición femenina. Los documentos privados de sus ministros recogen continuas quejas por tener que servir a una mujer y estar pendiente de sus caprichos. El motivo habitual de estos lamentos era la legendaria irresolución de Isabel. Tras aprobar una medida, la reina era capaz de desdecirse al día siguiente (si no una hora después), obligando a rectificar todo lo que sus servidores habían empezado a ejecutar, y creando así un caos que a muchos de estos ministros, según decían ellos mismos, no les dejaba dormir. Pero sería difícil justificar que este fuera un defecto «femenino»: los ministros de Felipe II de España se quejaban más o menos de lo mismo.

LOS FAVORITOS DE LA REINA
Otro inconveniente que se relacionó con su sexo fue la presencia a su lado de ciertos favoritos con los que Isabel mantenía relaciones de franco coqueteo, aunque sin sobrepasar nunca el decoro cortesano, sobre el que ella misma velaba. El ascenso, para algunos, escandaloso, de Robert Dudley, Christopher Hatton y el conde de Essex se debió exclusivamente al favor de la soberana, a veces contra el parecer de sus ministros ordinarios. Igualmente, algunos visitantes resaltaban su vanidad y sus arranques de celos; no permitía, por ejemplo, que ninguna mujer de la corte, empezando por sus damas de honor, vistiera mejor o estuviera más acicalada que ella. Tratándose de una reina, podría pensarse que todo ello formaba parte de la dignidad de su cargo.
En realidad, tales críticas tenían poco que ver con la condición de mujer de Isabel. Eran más bien desahogos, inocentes o malévolos, de quienes debían tratar con una soberana absoluta, y que además se comportaba como tal. El caso de Isabel de ningún modo puede compararse al de María Estuardo, reina de Escocia, de la que se decía que se dejó seducir por un cortesano y permitió luego que éste tramara el asesinato del rey consorte en 1567. El incidente la llevaría a ser apresada por sus súbditos escoceses y luego a evadirse a Inglaterra, confiando en la protección de Isabel, que sin embargo prefirió mantenerla bajo custodia. Años después, la implicación de María en una conspiración católica contra Isabel la llevaría a ser juzgada y condenada a muerte, aunque la ejecución se hizo sin que Isabel, en un ejemplo típico de sus vacilaciones, hubiera firmado la orden: sus consejeros tomaron la decisión por su cuenta, lo que enfureció enormemente a la reina y estuvo a punto de provocar una seria crisis política.
No, Isabel no se parecía en nada a María. La volubilidad y la temeridad de ésta se tornaban firmeza implacable y a la vez sabia prudencia en la soberana inglesa. Si se mantuvo en el trono durante casi medio siglo fue gracias a una gran inteligencia política y a unas dotes intelectuales que todos los que la trataron coincidieron en apreciar.

DEFENSA Y EXPANSIÓN DE INGLATERRA
La vida de la reina Isabel se desarrolló principalmente en el sur de Inglaterra, en la cuenca del Támesis, donde se localizaban los diversos palacios que poseían ella y sus favoritos y ministros. Cada verano la reina emprendía una gira, o progress, para visitar las ciudades o los palacios de sus súbditos, aunque nunca fue más allá de Bristol o Norwich. El resto de las islas Británicas ofrecía menos garantías, y precisamente una de las tareas de Isabel, prolongando la política iniciada por su padre Enrique VIII, fue extender y afianzar el dominio inglés. El norte de Inglaterra permanecía en gran parte adicto al catolicismo, como prueba la revuelta fallida del duque de Northumberland en 1569-1570. En Escocia, Isabel evitó la injerencia directa, limitándose a retener a la reina María después de la derrota de ésta en la batalla de Langside. Los mayores quebraderos de cabeza le vinieron de Irlanda, país integrado en la corona inglesa desde los siglos XII-XIII, al igual que Gales. A finales de siglo estalló una gran rebelión contra la ocupación inglesa, encabezada por Hugh O’Neill, conde de Tyrone. El conde de Essex, favorito de Isabel, fracasó lamentablemente en su expedición de castigo. Fue el barón de Mountjoy quien puso fin a la revuelta derrotando en Kinsale a los irlandeses y a las fuerzas españolas que habían acudido en ayuda de éstos.

UNA EDUCACIÓN SELECTA
Esas dotes le venían de la infancia, de una cuidada educación que acertó a desarrollar aptitudes naturales innegables. Bajo la tutela de humanistas como William Grindal o Roger Ascham, Isabel adquirió un dominio excepcional de las lenguas. Entre las modernas, escribía y hablaba con fluidez el francés y el italiano (la primera carta suya conservada la escribió a los once años en este último idioma). El latín no sólo lo leía, sino que lo escribía y hasta lo hablaba con perfecta fluidez, y ya en edad avanzada fue capaz de improvisar todo un discurso en la lengua del Lacio ante un asombrado embajador. El griego, en cambio, se dice que lo hablaba sólo «moderadamente».
Se conservan asimismo varios poemas de ella, en inglés, de notable mérito, y algunas traducciones breves en verso. Gran amante de la música, llegó a componer algunas piezas en su juventud y fue una consumada intérprete de la lira y el laúd. La afición por la danza la mantuvo hasta edad muy avanzada. Isabel era, pues, un modelo de la cultura cortesana del Renacimiento, y sus gustos hicieron mucho por convertir la corte inglesa en un modelo de refinamiento, equiparable con el de la monarquía de los Habsburgo y el de la Francia de los Valois.
Otra herencia de la infancia de Isabel fue su sincera adhesión al protestantismo, a través de lecturas que alimentaron una profunda piedad. Nada más llegar al trono impuso un compromiso religioso que significó la victoria definitiva de la Reforma en Inglaterra. Pero lo hizo con moderación, en contra de las tesis más radicales de los puritanos y de buena parte de sus ministros de confianza. Así, rechazó toda persecución contra los católicos mientras éstos no conspiraran contra la monarquía, y en política exterior se mostró reticente a implicarse a fondo en la rebelión de los calvinistas holandeses contra España o, ya antes, de los presbiterianos escoceses contra la católica María Estuardo.
En fin, en su infancia y adolescencia Isabel aprendió una lección de supervivencia política que nunca olvidaría. Desheredada tras la ejecución de su madre, su hermano Eduardo VI, al llegar al trono, llegó a acusarla de complicidad en una conjura. Muerto prematuramente Eduardo, hubo de enfrentarse a los recelos de su hermana María. Nuevamente acusada de conspiración, pasó un año prisionera en la Torre de Londres. Más tarde Isabel recordaría que en ese tiempo llegó a temer por su vida. Se salvó gracias a las conveniencias políticas de Felipe II, marido de María, quien pensó que Isabel era preferible como heredera antes que María de Escocia, aliada de Francia. Todas estas pruebas dieron a su carácter un temple con el que supo enfrentarse luego a todas las adversidades de su reinado.
Así pues, al llegar al trono en 1558 Isabel tenía suficiente experiencia y conocimientos para cumplir con su misión. Considerándose llamada por Dios a esa función, poca importancia podía tener para ella el hecho de ser mujer. Contaba además con las expectativas de paz y reconciliación que suscitaba todo nuevo reinado, aún más en su caso tras la violenta represión antiprotestante auspiciada por su predecesora, católica intransigente.
La coronación y los primeros actos de gobierno de Isabel, incluido el crucial compromiso religioso de 1559, recibieron una aprobación mayoritaria entre sus súbditos. En particular, sus primeras apariciones en el Parlamento dieron prueba sobrada de su fuerza de carácter y su sentido de la dignidad real.

UNA REINA POPULAR
Las buenas impresiones se difundieron rápidamente, e Isabel se cuidaría en lo sucesivo de mantenerlas. De hecho, uno de los secretos de su éxito político residió en su habilidad para comunicarse con sus súbditos, fuera en el Parlamento, en ceremonias locales o en audiencias en palacio. Importancia especial tenía su costumbre de hacer cada verano una gira con toda su corte por el país, sobre todo por el sur, viajes conocidos como progresses. Era una forma de ahorrar gastos, trasladando su manutención a las ciudades o los grandes nobles que la acogían. Pero también servía para mantener el contacto con el pueblo, en un momento en que seguía rigiendo el ideal de unos reyes que daban a sus súbditos libre acceso a su persona, y gustaban de exhibirse ante ellos.
Función parecida tuvieron los torneos que a partir de la década de 1580 se celebraban cada año en el palacio de Whitehall, en el día de la coronación. La nobleza de todo el país acudía a esta gran exhibición caballeresca, abierta igualmente al pueblo común londinense.
Complaciente en muchos aspectos, hubo uno en el que Isabel jamás atendería las demandas del pueblo, de la nobleza e incluso de sus ministros: el de su matrimonio.

LA CUESTIÓN DEL MATRIMONIO
Una reina soltera se consideraba entonces casi una aberración, tanto en términos humanos como por la incertidumbre que planteaba respecto a la sucesión. Isabel, sin embargo, nunca atendió las insistentes demandas de sus súbditos. Desde luego no faltaron los candidatos, tanto los de conveniencia —príncipes de la época como Felipe II, el archiduque Carlos o los duques de Anjou y Alençon, de la familia real francesa— como los que fueron objeto de una preferencia personal, sobre todo Robert Dudley. En varios de estos casos las negociaciones llegaron a avanzar bastante, con el pleno consentimiento de la reina, pero al final los inconvenientes políticos parecieron excesivos, como sus mismos ministros admitieron.
¿Tenía además Isabel motivos personales para no casarse? En su tiempo circularon numerosos rumores sobre supuestos impedimentos físicos para tener hijos, pero quienes conocían más de cerca a la reina los negaban. Lo que no puede negarse es que desde su adolescencia Isabel no mostró ningún entusiasmo por la idea del matrimonio. Cabe pensar que su carácter independiente y su mismo orgullo personal se rebelaban ante la perspectiva de subordinarse a otra persona y perder en alguna medida el puesto de privilegio del que disfrutaba como soberana única. En términos políticos la soltería tenía también ventajas, pues evitaba la formación de bandos en la corte en torno a cada uno de los consortes o de sus posibles hijos. Este fue el mismo motivo que hizo que Isabel se negara a reconocer sucesor hasta hallarse en el lecho de muerte, cuando pareció acceder al nombramiento de Jacobo de Escocia, hijo de la reina María.
En este sentido Isabel no dejaba de tener razón cuando en los primeros años de reinado, en un discurso en el Parlamento, rehuía comprometerse a casarse hablando del matrimonio que había contraído con el reino: la estabilidad y la unidad del país pesaban más en su conciencia que sus posibles deseos personales.
Por cálculo político, pues, podía ser conveniente no casarse. Pero se trataba de una novedad que había que justificar frente a los prejuicios de la opinión pública. Para ello se recurrió al famoso tema de la Reina Virgen. Desde principios de su reinado se habían hecho alusiones a su virginidad. En su discurso de 1559 ante el Parlamento, la misma Isabel llegó a declarar su deseo de que a su muerte se erigiera una lápida con la leyenda: «Aquí yace Isabel, una virgen pura hasta su muerte».
Esto no significa, pese a lo que afirmaron historiadores posteriores, que hiciera una suerte de «voto de virginidad», como demuestra el que en años posteriores Isabel se planteara seriamente el matrimonio con varios pretendientes. Las alusiones a la virginidad en esos primeros años eran más bien una forma de defender su buen nombre, algo totalmente justificado si se tiene en cuenta que corrieron toda clase de maledicencias sobre sus supuestas aventuras sexuales.



EL CULTO ISABELINO
Cuando se desvaneció la posibilidad del casamiento y de tener descendencia, la virginidad cobró un valor distinto en la pluma de los escritores o en el pincel de los artistas. Propiamente fue una forma de divinizar en vida a la soberana.
Se recurrió para ello a modelos clásicos de diosas vírgenes, como Diana o Astrea, pero también se incorporaron elementos del culto católico a la Virgen María. Algunos historiadores han afirmado incluso que el culto a Isabel, renovado cada año en todo el país en el día de su coronación, actuó como un sustituto inconsciente del culto mariano abolido por la Reforma protestante.
Símbolo de unidad nacional, la virginidad de Isabel podía representar también la pureza de la fe mantenida por la Iglesia de Inglaterra frente a la «herejía papista» y la incolumidad de sus fronteras ante agresiones exteriores, como la de los españoles en 1588. En fin, se trataba de un símbolo de permanencia y eternidad del Estado, de la persona pública del rey, frente a la persona privada, mortal como las demás.
En los años finales de su reinado Isabel se identificó cada vez más con esta personificación ideal. Los retratos tendían a borrar de su imagen toda marca del paso del tiempo, como si la historia pudiera detenerse en la «edad de oro» que ella había inaugurado. Pero la historia no se detuvo. Precisamente esos años trajeron consigo una grave crisis económica acompañada de un recrudecimiento de las tensiones políticas en la corte. La rebelión de Essex, su favorito, en 1601  y su inmediata ejecución resultaron de ese clima.
La popularidad de Isabel se resintió de ello, de modo que fueron muchos los que, a su muerte en 1603, saludaron con alivio y esperanza la llegada al trono d su sucesor, Jacobo de Escocia. Pero los errores de Jacobo y su heredero, Carlos I, que condujeron a la guerra civil de 1640, alimentaron enseguida la nostalgia por los buenos tiempos de Isabel, la reina que mejor encarnó el espíritu de su pueblo en un instante decisivo de su historia.

LOS SÍMBOLOS DE LA REINA VIRGEN
Para celebrar sus éxitos políticos, Isabel se hizo representar en una serie de suntuosos retratos. El más fascinante de ellos es sin duda el Retrato del Arco Iris. Pintado hacia 1600 por Isaac Oliver (o quizá por Marcus Gheeraerts) y conservado en Hatfield House, el cuadro presenta a Isabel a la manera de una diosa que sostiene en su mano un arco iris como símbolo de la paz que había traído a su reino. Esta alusión a la paz ha hecho creer a los estudiosos que el modelo de Isabel es aquí Astrea, la «virgen» que anuncia la llegada de la edad de oro en un célebre poema de Virgilio. El poema estaba dedicado al primer emperador de Roma, Augusto; Isabel presentándose como Reina Virgen, de algún modo se afirma también como fundadora del Imperio Británico. La virginidad de la reina está simbolizada por las perlas, el pelo suelto y las alusiones a Diana, mientras que su rostro atemporal, basado en la llamada Máscara de Juventud, le confiere la eternidad de una diosa.

EL DECLIVE DE LA SOBERANA
En sus últimos años Isabel fue perdiendo el control que desde el principio había sabido mantener sobre la corte y el gobierno. En palacio los duelos y los escándalos sexuales se hicieron recurrentes, algo que hubiera sido impensable unas décadas atrás. Al mismo tiempo, un antiguo favorito como el conde de Essex se atrevía a lanzar una rebelión para deponer a la soberana. Isabel castigó la revuelta de forma implacable, pero eran evidentes los signos de agotamiento y hasta de depresión. Un ministro los atribuía a «las muchas malignas conjuras y planes [que] han destruido el dulce carácter de su alteza»; es el mismo mensaje que transmite el cuadro anónimo de la imagen, compuesto hacia el año 1600. Tal situación también se debió al declive físico de la reina. Aunque casi hasta el final siguió practicando la danza y montando a caballo, sus achaques eran crecientes. Tras una recuperación fugaz, a principios de 1603 recayó definitivamente. Murió el 24 de marzo de ese año en el palacio de Richmond. Tres días después llegaba a Edimburgo, la capital escocesa, un mensajero con la noticia: Jacobo VI de Escocia, el hijo de María Estuardo, se convertía en nuevo rey de Inglaterra.










8 de mayo de 2013

La Corte Tudor


© Julia Siles Ortega. 2009


La política de los siglos XVI, XVII, e incluso la del XVIII, era una política cortesana. Todo se movía en la corte: Amores y odios, tratados de paz y de guerra, intrigas, traiciones, compra de cargos públicos o eclesiásticos… La corte de Enrique no fue diferente a la corte Habsburgo o a la de los Valois; era el lugar donde la alta y la baja nobleza iba y venía, persiguiendo la sonrisa y el beneplácito del rey. «Enrique dejó claro que la corte era el sitio donde debía estar la nobleza si deseaba hacer realidad sus ambiciones tradicionales y ocupar el lugar que legítimamente le correspondía en la sociedad.»

Estar en la corte era una garantía de prestigio y de éxito social; aquél que era obligado a exiliarse porque había perdido el favor real sufría un ostracismo parecido al de los antiguos griegos: lejos del resplandor del monarca, declinaba, y si se mantenía apartado mucho tiempo moría… socialmente hablando.

«Los jóvenes amigos del rey que, a imitación de la corte francesa, ocupaban los puestos de la Cámara Privada desde septiembre del año 1518, eran «los favoritos: The King’s Minions.». Entre éstos, destacó Charles Brandon, al que el rey nombró enseguida duque de Suffolk. Brandon no era de la nobleza, su padre había sido el portaestandarte de Enrique VII en la batalla de Bosworth. El hijo entró en la casa del príncipe Arturo de dónde pasó a la corte del nuevo rey con el que enseguida trabó buena amistad.

Enrique tenía, por tanto, a su lado a hombres apuestos y aguerridos; algunos eran de noble cuna, pero no todos. Los que estaban más cerca de él pertene-cían a lo que se llamó: Cámara Privada.

«La Cámara Privada no era simplemente una habitación o una serie de habitaciones, sino un departamento de la casa que Enrique VII creó alrededor de 1495 para que cuidase de las necesidades privadas del soberano. Bajo Enrique VIII, la Cámara Privada se convertiría en una base de poder selecta […] Había una competencia feroz por hacerse con una plaza en la Cámara Privada.»

La corte de un rey joven es siempre una corte de bailes, lizas, cacerías y otros juegos menos inocentes; en los primeros años el derroche en fiestas y apuestas fue espectacular. En poco tiempo se dilapidó la fortuna del viejo rey. El humanista español Juan Luis Vives criticó con fina ironía el ambiente de esta corte de gustos franceses y libertinos. Poco después, alertado Enrique del peligro que semejante frivolidad cortesana pudiera repercutir negativamente en su reputación, expulsó a algunos de sus favoritos y por un tiempo se restauró cierto orden, discreción y comedimiento.

«Las alabanzas a un gobernante ideal las necesitaba Enrique para ofrecer una imagen más digna a los electores palatinos que en aquellos meses se reunían para designar al futuro Emperador por la muerte de Maximiliano […] Aquella pretensión de Enrique no pasaría de ser el nuevo estallido de una vanidad desenfrenada. La verdadera pugna se estableció entre Francisco I y Carlos I de España. Cuando este último se alzó con el triunfo, la paz en Europa ya quedaría herida de muerte por las continuas represalias del rey francés.» 



Dos de los hombres destacados de la corte Tudor fueron Thomas Howard, duque de Norfolk y Thomas Boleyn. «Los Boleyn eran una familia en ascensión que tenía aspiraciones sociales». Estaban emparentados con el duque de Norfolk, y tenían tres hijos: dos hembras: Mary y Anne, y un varón, George, futuro Lord Rochford. Durante un breve período de tiempo, Mary fue la amante de Enrique antes de que él pusiera sus ojos en Anne. Tan pronto el rey mostró una clara preferencia por esta última, la familia se vio colmada de atenciones y honores. El padre había sido embajador y diplomático, y las hijas habían estado varios años en la corte francesa, en el séquito de la reina. Ambas habían aprendido allí las artes del amor y de la seducción.

Las familias Howard-Boleyn conocieron un éxito mayúsculo en las décadas de 1520 y 1530 que amenazaba el del cardenal Wolsey tanto como el tren de vida del prelado les resultaba insufrible a ellos. La nobleza, ya se ha dicho anteriormente, no veía con buenos ojos el papel que jugaba el cardenal en la política inglesa. Sin embargo, Enrique lo tenía en alta estima y confiaba más en él que en cualquiera de sus consejeros.



28 de abril de 2013

Buenos modales en la mesa. Una idea del Renacimiento.


Uno de los aspectos que más entusiasman a lectores y espectadores de novelas y películas “de época” es la fastuosidad de los banquetes y los bailes de la corte. Todo el despliegue de riqueza y abundancia imperantes en los grandes salones europeos, en las grandes mesas, con tal profusión de manjares y buenos caldos invitan a la gula y el desenfreno. El Renacimiento deja también su huella a la hora de comer; aparecen nuevos gustos y nuevas modas. En el artículo que hoy os posteo se explica con detalle todo el protocolo que rodea una gran cena.



En el siglo XVI se empezó a comer con tenedor, y no con las manos, y a limpiarse con servilletas en vez de con el mantel.

© Francesca Prince
© Historia National Geographic

Roma, 13 de septiembre de 1513. La ciudad ha organizado un banquete en honor de Julio de Médicis, recientemente nombrado cardenal. La mesa se levanta sobre un estrado en la céntrica plaza del Capitolio, a la vista de curiosos y transeúntes. Antes de que comience el desfile de platos, los invitados disponen de agua para enjuagarse las manos; y durante la comida, cada convidado dispone de una fina servilleta, un cuchillo, una cuchara y un tenedor para su uso particular. El humo de hierbas aromáticas disipa cualquier olor que pudiera molestar a los comensales.
Por el tipo de cocina o la mezcla de gastronomía y espectáculo, esta escena romana podría parecerse a un festín medieval. Sin embargo, si se observa con mayor detenimiento, las diferencias entre este ágape renacentista y una celebración similar de la Edad Media son notables. En especial, llama la atención la ausencia de una de las costumbres más características de los siglos medievales: la de compartirlo todo, desde la cuchara hasta los platos.

CORTESÍA MEDIEVAL
En la Edad Media no había comedores como los que hoy conocemos. Las mesas para comer consistían en simples tablas colocadas sobre caballetes (motivo por el cual se habla de «poner la mesa») y cubiertas por un enorme mantel, que los comensales utilizaban para limpiarse los dedos. Sobre ellas no había platos ni vasos individuales, los cuchillos y las cucharas se compartían y la sopa se bebía directamente de la escudilla. Con la punta del cuchillo, los comensales tomaban los trozos de comida de una fuente común y depositaban el bocado sobre una tabla o sobre una gruesa rebanada de pan, generalmente compartida por dos personas. De ahí deriva la palabra «compañero», es decir, aquellos que comparten el mismo pan. Al final, el pan sobrante, impregnado de salsa, se daba a los pobres o a los perros.
Sin embargo, había normas que regían el banquete medieval, en apariencia tan desordenado, y así lo reflejan los manuales de conducta de la época, que atacan la falta de consideración hacia las personas con las que se comparte mesa. En 1384, el teólogo catalán Francesc Eiximenis, en su obra Lo crestià, exhortaba a los comensales a seguir ciertas normas: «Si has escupido o te has sonado la nariz, nunca te limpies las manos en el mantel», y a continuación precisaba: «Siempre que tengas que escupir durante la comida, hazlo detrás de ti y en ningún caso, por encima de la mesa o de nadie». Un texto alemán nos advierte que sonarse la nariz con el mantel es «de mal nacidos», y que hurgarse este apéndice mientras estamos comiendo «no es decente».

UNA NUEVA ETIQUETA
Durante el siglo XV se gestó una nueva idea del comer y de todo el ritual que rodeaba el acto de compartir la comida. Fue el humanista Erasmo de Rotterdam quien la plasmó en su tratado De la urbanidad en las maneras de los niños (De civilitate morum puerilium), donde sentó las bases de una nueva actitud en la mesa. Publicado por vez primera en 1530, este breve manual conoció más de treinta ediciones en poco tiempo.
El tratado, destinado al joven Enrique de Borgoña, hijo de Adolfo, príncipe de Veere, se refiere a los comportamientos propios de un noble, entre los que se cuenta la conducta en la mesa. Destaca la importancia de mostrar mesura: «Algunos, apenas se han sentado, echan las manos a los manjares; esto es propio de lobos». También debemos conocer el uso correcto de los diversos utensilios: «En guisos caldosos sumergir los dedos es de pueblerinos; con el cuchillo o con un tenedor retire de ello lo que quiere; y no lo ande eligiendo».
Pero la nueva etiqueta iba más allá de prescribir el uso correcto de los cubiertos o de señalar actitudes impropias. También añadía, por ejemplo, que la conversación agradable era parte importante del menú. Por ello, Erasmo aconseja que, a la vez que nos enjuaguemos las manos antes de comer, arrojemos «todo lo que en el ánimo haya de pena, pues en el convite ni es bien estar triste ni entristecer a nadie».
En su tratado de urbanidad, Erasmo señalaba, además, que adoptando los modales de civilidad nos distinguiremos de las bestias o de la gente grosera, una posibilidad, en principio, al alcance de todos, como el humanista holandés recalca en la conclusión: si «a quienes les tocó en suerte ser de buena cuna, deshonroso les es no responder a su linaje con sus maneras», también es cierto que «nadie puede para sí elegir padres o patria; pero puede cada cual hacerse su carácter y modales».

LA SERVILLETA, EN EL HOMBRO
A esta búsqueda de la afinidad de modales y gustos entre los comensales se suma, como ha observado el historiador Jean-Louis Flandrin, el avance de la idea de limpieza que, por otra parte, coincide con el progreso del individualismo renacentista frente a la promiscuidad medieval. Así, no sólo se rechaza cada vez más, como hace Erasmo, el uso de los dedos para llevarse alimentos a la boca, sino que se impone el empleo de nuevos utensilios de mesa como servilletas, platos, vasos, cuchillos y tenedores individuales.
Las servilletas se convertirán en un elemento indispensable para cada uno de los comensales; con ellas se protegen los delicados manteles que adornan las mesas y las vestiduras de los caballeros y las damas. En España, al parecer, introdujeron su uso e incluso su nombre los nobles flamencos que vinieron con Carlos V a la Península; la palabra servilleta procedería de la voz flamenca servete, derivada a su vez del latín servare, «guardar», «cuidar». Inicialmente, su uso estuvo limitado a las grandes ocasiones, momento en el cual había que demostrar que se sabía utilizarla de forma correcta: colocándola sobre el hombro izquierdo, según dictaba la etiqueta de la época.



EL DIABÓLICO TENEDOR
Junto a la servilleta se extiende el uso de un instrumento que es visto con recelo: el tenedor. Y ello a pesar de que su venida a Europa databa de siglos atrás; llegó con una princesa bizantina, Teodora, que viajó a Venecia en 1071 para desposarse con Domenico Selvo, el dux veneciano. En su equipaje traía consigo una broca de dos puntas que usaba para llevarse los alimentos a la boca. Sus gustos —demasiado mundanos y cosmopolitas— escandalizaron a los italianos e incluso el representante del Vaticano en la Serenísima tachó el tenedor de instrumentum diaboli.
Desde Italia, el tenedor viajó a Francia en 1533 de la mano de Catalina de Médicis, esposa de Enrique II. Una vez más, la corte tachó de extravagante tal utensilio. Décadas después Enrique III, al que se consideraba homosexual, fue objeto de continuas chanzas por el uso del tenedor, que se convirtió así en una marca de amaneramiento. Años más tarde, en 1605, Arthus Thomas, señor de Embry, aún se burlaba de los modales de la corte en su libro Descripción de la isla de los Hermafroditas: «En la mesa, no tocan nunca la carne con los dedos, sino con tenedores que se acercan a la boca estirando el cuello. Pero el verdadero espectáculo se da cuando los comensales intentan agarrar los garbanzos o guisantes; entonces, los más torpes acaban dejando caer más en el plato o en la mesa que en sus bocas».
El uso del sospechoso tenedor (cuyo nombre en castellano deriva del verbo «tener») no arraigaría hasta mucho tiempo después. En 1611, el viajero y novelista inglés Thomas Coryat, quien adoptó, quien adoptó de Italia la costumbre del tenedor y la llevó a su país, decía al respecto que «mis amigos se burlan y me llaman Furcifer». Sólo en el siglo XVIII los manuales dictaron el manejo del tenedor como instrumento individual. Y por mucho que su uso (al igual que el de la servilleta) tardase en implantarse, no hay duda de que nuestras costumbres actuales a la hora de comer deben mucho a los convites renacentistas.

18 de abril de 2013

La cuestión sucesoria


Hace más de un año que no pasaba por aquí. Mil disculpas a mis seguidores por tener el blog tan abandonado; han sido muchas cosas, muchos líos; otras novelas, una publicación, la de LE, largamente esperada y que ha requerido 27 horas diarias de mi tiempo, promociones, entrevistas, etc. Pero ya iba siendo hora de retomar la historia de María. Si nada se tuerce ni se retrasa, este verano retomaré la novela y ya no la dejaré hasta tenerla finiquitada. Mientras tanto, ya sabéis que en este blog voy poniendo artículos y reportajes relativos a la época Tudor, que es la que nos interesa y le da sentido a este blog.
Seguimos hablando de Enrique VIII, y hoy abordo uno de los temas clave en la historia de la dinastía y la novela: La cuestión sucesoria.
Ya sabéis que agradezco vuestros comentarios, sugerencias y propuestas, y toda la información que tengáis a bien compartir conmigo.

GRACIAS POR SEGUIR AHÍ.

 
 
© Julia Siles Ortega. 2009

El siglo XVI, al igual que los anteriores y los posteriores en la Europa del Antiguo Régimen, vino determinado políticamente por dos acontecimientos vitales en el ámbito familiar real: las alianzas matrimoniales y la sucesión dinástica. Aunque pudiera parecer injusto, e incluso cruel decirlo, no se podía soslayar el hecho: una mujer valía lo que valía su vientre. Y éste era valioso en la medida en que fuera capaz de gestar un hijo varón. Mejor si era más de uno, pues el índice de mortalidad infantil en ese período era alarmantemente alto.
Ninguna reina desconocía este hecho. Catalina tampoco. Pero la buena voluntad, el deseo, incluso el anhelo, no bastaban para llevar a buen término nueve meses de embarazo; y en el mejor de los casos, tal y como se ha apuntado más arriba, el riesgo de que la criatura falleciera antes de llegar a la edad adulta no debía despreciarse.
«A principios de 1510, la reina da a luz a una niña muerta, fracaso que parece remediarse cuando el 1 de enero de 1511 nace un niño sano; el nuevo príncipe de Gales muere a los cincuenta y dos días; su fallecimiento se achacó al frío que tuvo que soportar en la ceremonia de bautismo.»
En febrero de 1516 Catalina, después de un parto difícil, dio a luz a una hija, María. Iba a ser la única que sobreviviera al matrimonio. A pesar del desencanto general por el sexo de la criatura, el rey se mostró satisfecho y optimista, y así se lo expresó al embajador italiano Giustiniani: «Tanto la reina como yo somos jóvenes, y si esta vez es una niña, por la gracia de Dios seguirán niños.»
Pero Catalina, después del nacimiento de la princesa, no tuvo más hijos varones; en 1518 le nació una niña muerta, y los médicos le advirtieron a la reina que no iba a tener más hijos.
«Aquella imposibilidad de cumplir las apremiantes exigencias dinásticas, como hubiera deseado y siempre procuró, sumió a la reina en una gran pesadumbre, agravada por la pública ostentación que hacía Enrique de su última amante, la joven sobrina de Lord Mountjoy, Bessie Blount. Cuando en 1519 nazca su hijo, será reconocido con el significativo apellido de Fitzroy. La princesa María, a partir de sus tres años, ya contaría con un hermano bastardo, no ajeno a la sucesión real.»
El reconocimiento de Henry Fitzroy como sucesor de Enrique era harto improbable, pero el rey, orgulloso y feliz de su paternidad, ya lo había nombrado duque de Richmond y Somerset; tales distinciones públicas y notorias sumieron a la reina en gran congoja, su esposo y señor Enrique parecía dispuesto a hacer su santa voluntad como si ella ya no contara para nada.
Este duro revés envejeció notablemente a la reina, restándole atractivo, y la alejó de Enrique, quien, después de ver frustrados una y otra vez sus deseos de un heredero legítimo, empezó a sentir remordimientos de conciencia y a preguntarse si la falta de este varón no era una prueba de que Dios desaprobaba su matrimonio con la mujer de su hermano Arturo.
Para que el matrimonio de Enrique y Catalina se considerara válido, se había tenido que pedir a Roma una dispensa especial. Enrique empezó a darle vueltas al asunto y resolvió que lo que había hecho un papa en 1509, bien podría deshacerlo otro más tarde.
«El Levítico prohibía  el matrimonio de un hombre con la mujer de su hermano en todas las circunstancias, vivo o muerto». Si se incumplía esta ley divina, el matrimonio no tendría hijos. Sin embargo, la existencia de la princesa María, que en aquellos días contaba ya diez años y gozaba de una salud excelente, echaba por tierra el argumento de la esterilidad al que se aferraba penosamente Enrique para justificar una pasión y un anhelo que todos en la corte conocían ya, y que llevaba nombre propio.
Probablemente no se podía responsabilizar a Anne Boleyn del divorcio del rey, al menos no era suya toda la culpa; puede decirse, sin temor a errar, que la joven damisela estaba en el momento adecuado en el lugar adecuado, y supo cómo ganarse al rey y convencerle de que podía darle todo aquello que deseaba y que la reina le había negado.
Desesperado por engendrar finalmente un hijo legítimo, Enrique se dirigió a Wolsey y le conminó a que se ocupara de «conseguirle» el divorcio; cualquier pretexto o argumento era válido para deshacer o anular el matrimonio con Catalina y dejarle a él libre de ataduras para iniciar el cortejo formal de la joven damisela que le había robado el corazón.  



18 de enero de 2012

Cuatro hombres influyentes

Copyright by Julia Siles Ortega. 2009.


Cualquiera que se asoma, como yo, a la Inglaterra Tudor, y pretende además escribir sobre ella, se encuentra con un problema cuanto menos "curioso". Yo me he encontrado con él y me apetece compartirlo con vosotros. La repetición continua, e incluso algo molesta, de algunos nombres típicos de la época. En el capítulo que os presento hoy nos encontramos nada más y nada menos que con cuatro hombres, a cual más importante y determinante en la trama, con el mismo nombre: Thomas. Siendo como es esta una novela en la que no existen personajes inventados; todos son reales y no me es posible cambiar sus nombres, he llegado a la conclusión de que sólo me quedan 2 soluciones al problema: llamarles por el apellido o, si es posible (y no siempre lo es), por su apodo. De un modo parecido me encuentro con el mismo problema con respecto al nombre de Catalina y al de María... y alguno más. Aquí os presento a cuatro hombres que, entre otras muchas cosas, comparten el nombre de pila. Y es interesante que os familiaricéis con ellos porque van a ser "secundarios de lujo", y aun en las sombras, van a manejar todos (o casi todos) los hilos de la política inglesa del siglo XVI.


La labor política y diplomática de cuatro hombres iba a resultar fundamental en la Inglaterra Tudor. Cada cual a su manera sentó las bases de una sociedad nueva. Estos hombres, en un cuarto de siglo, revolucionaron la corte, el Parlamento, e incluso la mismísima Iglesia de Inglaterra. Fueron: Thomas Wolsey, Thomas More, Thomas Cromwell y Thomas Cranmer.
Se ha dicho en demasiadas ocasiones que fue Enrique quien rompió con la obediencia al Papa de Roma, y es cierto; pero no es menos verdad que sin la ayuda de Cromwell y Cranmer, esto no hubiera sido en modo alguno posible. Enrique tenía poder suficiente para proclamarse Cabeza Suprema de la Iglesia de Inglaterra, pero también la suficiente inteligencia como para saber que era aconsejable contar con el beneplácito de sus consejeros, de la nobleza, e incluso del pueblo inglés, para cumplir sus propósitos. Por otra parte, en 1534 había en Inglaterra un clima social y religioso que favorecía cualquier iniciativa reformista.
El primer hombre en aparecer en la escena política fue Thomas Wolsey; de orígenes humildes, ya había estado al servicio de Enrique VII demostrando su inteligencia, capacidad de trabajo y astucia en varias misiones que le habían sido encomendadas. Enrique VIII, conocedor de esto, lo mantuvo como leal servidor, lo nombró canciller y dejó prácticamente en sus manos todos los asuntos del gobierno; más tarde, convencido de su valía, persuadió al Papa para que lo nombrara cardenal; asimismo le dio el arzobispado de York y la abadía de Saint Albans. La carrera profesional de Wolsey haría correr ríos de tinta; a todas las cualidades antes nombradas, habría que añadir su inconmensurable ambición, y su afán de riqueza y gloria. Afán éste que le granjeará multitud de enemigos en la corte inglesa, y levantará suspicacias entre los cortesanos y embajadores extranjeros. Amigo de los intereses franceses —aspiraba al pontificado y pensaba que la influencia francesa en el Vaticano era determinante para la consecución de sus fines— más que de los españoles, intentó mediar en la política internacional de Enrique desde el principio de su reinado.
Otro hombre clave en la vida de Enrique era Sir Thomas More. Humanista y jurista de primera categoría, se destacó desde bien temprano como un hábil diplomático, capaz de usar la mano dura y la mano izquierda a un mismo tiempo, y con extraordinarios resultados. Al contrario que Wolsey, no tenía delirios de grandeza ni buscaba exhibirse en la corte al lado del rey, muy al contrario: se resistía a instalarse allí, aún habiéndoselo rogado Enrique personalmente en numerosas ocasiones; el autor de Utopía apreciaba sinceramente al joven monarca, e intentó ser para él un buen consejero y contrarrestar, en cierto modo, el excesivo ascendente que tenía el cardenal. Fue él quien ayudó a Enrique a escribir un opúsculo condenando y rebatiendo las ideas de Lutero en 1521, escrito que le valió al rey el título de Fidei defensor. More siempre fue leal a la corona, y devoto de la reina Catalina y de la princesa María. Cuando supo que el rey pretendía repudiar a su esposa, presuntamente por escrúpulos religiosos, More prefirió mantenerse al margen en la medida en que le fue posible. No era partidario del divorcio ni de la nulidad, ni sentía simpatía por Anne Boleyn; no tanto por sus ideas luteranas, sino por cuanto consideraba que la joven estaba socialmente muy por debajo del rey y, por descontado, de la reina. Opinión que compartía con Wolsey y, en general, con todo el pueblo de Inglaterra.
Si Wolsey hizo lo posible —y lo imposible al parecer— por hallar una solución satisfactoria al Gran Asunto del Rey, y More se desentendió del mismo cuanto pudo, quien finalmente intrigó y negoció para que «el divorcio» se llevara a cabo fue Thomas Cromwell. Definido a menudo como un hombre frío y sin escrúpulos, era de origen humilde, al igual que el cardenal y, por recomendación de éste, había entrado en la corte. Compartía con More su afición a las leyes y la estadística, pero por el contrario, Cromwell se inclinaba cada vez más por las ideas reformistas que iban penetrando en la sociedad inglesa traídas por hombres como William Tyndale y otros intelectuales que empezaban a desafiar el poder del Papa de Roma.
El último hombre que participó activamente en la construcción de la nueva Iglesia Anglicana fue Thomas Cranmer. Era un erudito formado en Cambridge, reformista, como Cromwell, y llegó a la corte en 1529, cuando el Gran Asunto del Rey se hallaba en su apogeo. En 1532 fue nombrado arzobispo de Canterbury.

30 de noviembre de 2011

La princesa española

«En un caluroso día del mes de agosto de 1501 embarcó en La Coruña una niña española, de aire formal y grave, que iba a contraer nupcias y entrar a formar parte de una familia inglesa […] La niña, que aún no había los dieciséis años, desconocía en absoluto el idioma inglés y el francés, y las únicas impresiones personales que poseía del joven con quien iban a desposarla se las había proporcionado un pequeño retrato de su prometido.»
Era Catalina la menor de las hijas de Isabel y Fernando, y coinciden los historiadores en señalar el gran parecido de la princesa con su madre: la misma fortaleza de carácter, la misma dignidad regia y la misma piedad cristiana. Y un sentido del deber que le impide cuestionar las decisiones que sobre ella y su destino se toman, acatándolas con sumisión, resignación y paciencia.
Catalina llevó a Inglaterra —y a su suegro, Enrique VII— una dote de 200.000 escudos. «No es de extrañar que, con motivo del desembarco de Dª Catalina en Plymouth en octubre de 1501, el pueblo se congregara a vitorearla. Veían en ella el final de tanta discordia civil […]». La entrada en Londres el 12 de noviembre es un acontecimiento solemne. Edward Stafford, duque de Buckingham, la recibió y saludó cortésmente; entre ellos se estableció una «amistad leal y sin reservas que sólo se interrumpiría con la muerte». Entre el populacho se encontraba un joven Thomas More, que veía en esta alianza matrimonial el comienzo de una era de prosperidad y bienestar para el país.
La gran alianza que se prometía Enrique VII con los españoles apenas duró unos meses; en abril del año siguiente a la llegada de Catalina a tierra inglesa, Arturo moría de tuberculosis, sin que se llegara a consumar su matrimonio.
A partir de entonces no se supo muy bien qué hacer con la Infanta viuda. Los próximos siete años iban a ser muy difíciles para Catalina; el joven príncipe Enrique se desposó con ella un año más tarde, pero no era un compromiso firme, ni había ya un interés por la princesa. El malestar se agudizó al morir Isabel de York, en 1503, a cuya muerte le siguió, en 1504, la de Isabel la Católica. La muerte de estas dos reinas dejó a sus respectivos viudos, Enrique y Fernando, como jugadores de ajedrez sobre el tablero europeo. Más preocupado por las ambiciones de su yerno, Felipe de Habsburgo, el rey católico se olvidó de su hija Catalina, y desatendió cualquier necesidad o ruego proveniente de ella. Por su parte, Enrique VII, una vez muerto Felipe, aspiraba a contraer nupcias con Juana de Castilla, que si bien no era apta para gobernar, sí lo era para casarse de nuevo; las riquezas de la Corona castellana le resultaban muy apetecibles al rey Tudor. Entre los anhelos de uno y las ambiciones de otro, Catalina se sumía en la aflicción, pues nadie parecía reparar en su existencia, y apenas tenía qué comer o con qué vestirse.
Todo esto cambió en 1509 con la muerte del viejo rey. El joven Enrique le sucedió, y al poco tiempo decidió finalmente casarse con la mujer viuda de su hermano.
«Fueron las gracias y los dones personales de aquella infanta, junto a su alcurnia dinástica, lo que pesó en el ánimo del joven rey para casarse con ella […], su prestancia tan modestamente elegante, su encantadora sonrisa abierta a todos, sus grandes conocimientos intelectuales y domésticos, todavía no implantados en la vida inglesa… Tanto él como su corte necesitaban aquel sello específico, tan distinguido y personal, que ninguna otra princesa parecía capaz de ofrecer."
Probablemente Enrique no llegó nunca a amar a Catalina, ni nadie, honestamente, esperaba que hubiera amor entre ellos. En el siglo XVI los matrimonios eran una cuestión política, y en contadas excepciones había una auténtica afinidad entre los contrayentes; la mayoría de las veces éstos se conocían a los pocos días del enlace, o incluso el mismo día en que se desposaban. La naturaleza carnal de Enrique y la excesiva piedad de Catalina propició que, desde bien temprano, él buscara la compañía de otras mujeres, con frecuencia damas de la corte. La reina no era ajena a los deseos del rey, pero estaba en su naturaleza y en su deber «hacer la vista gorda y oídos sordos» a lo que ocurría a su alrededor. Los rumores y los «dimes y diretes» sobre la concupiscencia del rey no podían ni debían alterar su regia dignidad.
Por otra parte, hay que reconocer que Enrique hacía partícipe a su esposa de las decisiones del gobierno, y buscaba su beneplácito como garantía para no errar. Asimismo, buscaba su compañía en pasatiempos tales como la música, la danza o la cetrería, en las que ambos rivalizaban en habilidad. Catalina era, por lo demás, una consumada latinista y, al igual que Enrique, simpatizaba con los humanistas que llegaban a la corte y a los que Enrique agasajaba sin reparar en gastos. Puede decirse que, durante los primeros años, hubo entre ellos un trato cordial y respetuoso, y cierta clase de amor fraternal.