Hoy os presento a un personaje clave en el reinado de María. Por supuesto, mi novela sólo reflejará la infancia y la juventud de la princesa. Pero su papel en la historia de Inglaterra es innegable, y por ello me ha parecido oportuno postear este artículo de Jesús Villanueva, donde el autor explica con sumo detalle y rigor los rasgos más relevantes de la personalidad y el reinado de Isabel I.
Con su carácter
independiente y su exquisita educación, Isabel I marcó toda una época de la
historia de Inglaterra. Coronada a los 25 años, asombró a toda Europa con su
empeño en permanecer soltera, como la Reina Virgen.
© Jesús Villanueva
«¡Oh
Dios mío! ¡La reina es una mujer!» Esto es lo que exclamó uno de los súbditos
de Isabel de Inglaterra al ver por primera vez a su soberana después de su
coronación. Corría el año 1558, y comentarios de ese tipo reflejaban el temor
de muchos ingleses al futuro. Poco podían imaginar que los 45 años de reinado
de Isabel corresponderían a uno de los períodos más brillantes de la historia
de Inglaterra. La Reforma protestante emprendida por su padre Enrique VIII se
consolidó definitivamente; se inició el despegue mercantil que llevaría a la
hegemonía mundial británica del siglo XVIII, y la monarquía se afirmó como
potencia autónoma en la política europea, tras una serie de conflictos que culminaron
en la victoria sobre la Armada española en 1588. También fue el período del
gran florecimiento literario de los Spenser, Sidney, Marlowe, Johnson y, por
supuesto, Shakespeare. La poderosa personalidad de Isabel I encarnó este
momento de esplendor, dando a la corte inglesa un brillo como nunca había tenido.
El comentario un tanto misógino del temeroso súbdito de 1558 nos pone también
sobre la pista de una de las claves del reinado de Isabel: el de su condición
de mujer y, más concretamente, la manera en que Isabel logró sobreponerse a los
prejuicios antifemeninos de la época para consolidar su poder y aumentar su
prestigio.
UNA
VIDA DE INTRIGAS, GUERRAS Y REVUELTAS
Aunque tras su muerte todos celebraron sus
logros, hubo momentos en que Isabel temió por su poder y hasta por su vida. Las
intrigas internas y externas nunca cesaron de acecharla.
1554. Prisionera. A los 21
años es encerrada en la Torre de Londres, acusada de traición contra María
Tudor.
1558. Coronación. Accede al
trono inglés después de la muerte de sus hermanos Eduardo VI (1553) y María
Tudor.
1569. Rebelión del norte. El
duque de Northumberland encabeza una gran sublevación católica.
1588. Armada Invencible. La
flota invasora organizada por Felipe II fracasa antes de abordar las costas
inglesas.
1601. Rebelión de Essex.
Rebelión del duque de Wessex, antiguo favorito de Isabel, que fracasa y es
ejecutado.
1603. El fin de una época.
Isabel I muere a los 70 años. Es enterrada en la abadía de Westminster.
UNA
MUJER EN EL TRONO
Para
entender las iniciales reacciones negativas al acceso al trono de una mujer, hay
que empezar teniendo en cuenta la situación peculiar de Inglaterra. No había
allí leyes que prohibieran la sucesión femenina, pero a la vez faltaban
precedentes medievales que pudieran servir de modelo: no hubo figuras como las
de María de Molina en Castilla o Blanca de Castilla en Francia. Además, la
historia reciente tendía a confirmar la idea de los peligros de la intervención
de las mujeres en política. Aún estaba fresco el recuerdo de las seis esposas
de Enrique VIII, varias de las cuales se dejaron implicar en las turbulencias
del reinado; entre ellas, claro está, la madre de la misma Isabel, Ana Bolena,
ejecutada cuando su hija tenía tres años, por haber conspirado supuestamente
contra el rey.
Poco
después vino el reinado de María Tudor (1553-1558), odiada por su implacable
represión de los protestantes. Precisamente contra María escribió John Knox, un
agitador protestante escocés, un panfleto cuyo título lo dice todo: Alarma
contra el monstruoso gobierno de las mujeres, aunque el autor se cuidaría luego
de aclarar que sus reproches en modo alguno se dirigían contra la nueva
soberana inglesa.
No
puede decirse que, una vez tomadas las riendas del gobierno, Isabel acabara con
todas las reticencias respecto a su condición femenina. Los documentos privados
de sus ministros recogen continuas quejas por tener que servir a una mujer y
estar pendiente de sus caprichos. El motivo habitual de estos lamentos era la
legendaria irresolución de Isabel. Tras aprobar una medida, la reina era capaz
de desdecirse al día siguiente (si no una hora después), obligando a rectificar
todo lo que sus servidores habían empezado a ejecutar, y creando así un caos
que a muchos de estos ministros, según decían ellos mismos, no les dejaba
dormir. Pero sería difícil justificar que este fuera un defecto «femenino»: los
ministros de Felipe II de España se quejaban más o menos de lo mismo.
LOS
FAVORITOS DE LA REINA
Otro
inconveniente que se relacionó con su sexo fue la presencia a su lado de
ciertos favoritos con los que Isabel mantenía relaciones de franco coqueteo,
aunque sin sobrepasar nunca el decoro cortesano, sobre el que ella misma
velaba. El ascenso, para algunos, escandaloso, de Robert Dudley, Christopher
Hatton y el conde de Essex se debió exclusivamente al favor de la soberana, a
veces contra el parecer de sus ministros ordinarios. Igualmente, algunos
visitantes resaltaban su vanidad y sus arranques de celos; no permitía, por
ejemplo, que ninguna mujer de la corte, empezando por sus damas de honor,
vistiera mejor o estuviera más acicalada que ella. Tratándose de una reina,
podría pensarse que todo ello formaba parte de la dignidad de su cargo.
En
realidad, tales críticas tenían poco que ver con la condición de mujer de Isabel.
Eran más bien desahogos, inocentes o malévolos, de quienes debían tratar con
una soberana absoluta, y que además se comportaba como tal. El caso de Isabel
de ningún modo puede compararse al de María Estuardo, reina de Escocia, de la
que se decía que se dejó seducir por un cortesano y permitió luego que éste
tramara el asesinato del rey consorte en 1567. El incidente la llevaría a ser
apresada por sus súbditos escoceses y luego a evadirse a Inglaterra, confiando
en la protección de Isabel, que sin embargo prefirió mantenerla bajo custodia.
Años después, la implicación de María en una conspiración católica contra Isabel
la llevaría a ser juzgada y condenada a muerte, aunque la ejecución se hizo sin
que Isabel, en un ejemplo típico de sus vacilaciones, hubiera firmado la orden:
sus consejeros tomaron la decisión por su cuenta, lo que enfureció enormemente
a la reina y estuvo a punto de provocar una seria crisis política.
No,
Isabel no se parecía en nada a María. La volubilidad y la temeridad de ésta se
tornaban firmeza implacable y a la vez sabia prudencia en la soberana inglesa.
Si se mantuvo en el trono durante casi medio siglo fue gracias a una gran
inteligencia política y a unas dotes intelectuales que todos los que la
trataron coincidieron en apreciar.
DEFENSA
Y EXPANSIÓN DE INGLATERRA
La
vida de la reina Isabel se desarrolló principalmente en el sur de Inglaterra,
en la cuenca del Támesis, donde se localizaban los diversos palacios que
poseían ella y sus favoritos y ministros. Cada verano la reina emprendía una
gira, o progress, para visitar las
ciudades o los palacios de sus súbditos, aunque nunca fue más allá de Bristol o
Norwich. El resto de las islas Británicas ofrecía menos garantías, y
precisamente una de las tareas de Isabel, prolongando la política iniciada por
su padre Enrique VIII, fue extender y afianzar el dominio inglés. El norte de
Inglaterra permanecía en gran parte adicto al catolicismo, como prueba la
revuelta fallida del duque de Northumberland en 1569-1570. En Escocia, Isabel
evitó la injerencia directa, limitándose a retener a la reina María después de
la derrota de ésta en la batalla de Langside. Los mayores quebraderos de cabeza
le vinieron de Irlanda, país integrado en la corona inglesa desde los siglos
XII-XIII, al igual que Gales. A finales de siglo estalló una gran rebelión
contra la ocupación inglesa, encabezada por Hugh O’Neill, conde de Tyrone. El
conde de Essex, favorito de Isabel, fracasó lamentablemente en su expedición de
castigo. Fue el barón de Mountjoy quien puso fin a la revuelta derrotando en
Kinsale a los irlandeses y a las fuerzas españolas que habían acudido en ayuda
de éstos.
UNA
EDUCACIÓN SELECTA
Esas
dotes le venían de la infancia, de una cuidada educación que acertó a
desarrollar aptitudes naturales innegables. Bajo la tutela de humanistas como
William Grindal o Roger Ascham, Isabel adquirió un dominio excepcional de las
lenguas. Entre las modernas, escribía y hablaba con fluidez el francés y el
italiano (la primera carta suya conservada la escribió a los once años en este
último idioma). El latín no sólo lo leía, sino que lo escribía y hasta lo
hablaba con perfecta fluidez, y ya en edad avanzada fue capaz de improvisar
todo un discurso en la lengua del Lacio ante un asombrado embajador. El griego,
en cambio, se dice que lo hablaba sólo «moderadamente».
Se
conservan asimismo varios poemas de ella, en inglés, de notable mérito, y
algunas traducciones breves en verso. Gran amante de la música, llegó a componer
algunas piezas en su juventud y fue una consumada intérprete de la lira y el
laúd. La afición por la danza la mantuvo hasta edad muy avanzada. Isabel era,
pues, un modelo de la cultura cortesana del Renacimiento, y sus gustos hicieron
mucho por convertir la corte inglesa en un modelo de refinamiento, equiparable
con el de la monarquía de los Habsburgo y el de la Francia de los Valois.
Otra
herencia de la infancia de Isabel fue su sincera adhesión al protestantismo, a
través de lecturas que alimentaron una profunda piedad. Nada más llegar al
trono impuso un compromiso religioso que significó la victoria definitiva de la
Reforma en Inglaterra. Pero lo hizo con moderación, en contra de las tesis más
radicales de los puritanos y de buena parte de sus ministros de confianza. Así,
rechazó toda persecución contra los católicos mientras éstos no conspiraran
contra la monarquía, y en política exterior se mostró reticente a implicarse a
fondo en la rebelión de los calvinistas holandeses contra España o, ya antes,
de los presbiterianos escoceses contra la católica María Estuardo.
En
fin, en su infancia y adolescencia Isabel aprendió una lección de supervivencia
política que nunca olvidaría. Desheredada tras la ejecución de su madre, su
hermano Eduardo VI, al llegar al trono, llegó a acusarla de complicidad en una
conjura. Muerto prematuramente Eduardo, hubo de enfrentarse a los recelos de su
hermana María. Nuevamente acusada de conspiración, pasó un año prisionera en la
Torre de Londres. Más tarde Isabel recordaría que en ese tiempo llegó a temer
por su vida. Se salvó gracias a las conveniencias políticas de Felipe II, marido
de María, quien pensó que Isabel era preferible como heredera antes que María
de Escocia, aliada de Francia. Todas estas pruebas dieron a su carácter un
temple con el que supo enfrentarse luego a todas las adversidades de su
reinado.
Así
pues, al llegar al trono en 1558 Isabel tenía suficiente experiencia y conocimientos
para cumplir con su misión. Considerándose llamada por Dios a esa función, poca
importancia podía tener para ella el hecho de ser mujer. Contaba además con las
expectativas de paz y reconciliación que suscitaba todo nuevo reinado, aún más
en su caso tras la violenta represión antiprotestante auspiciada por su
predecesora, católica intransigente.
La
coronación y los primeros actos de gobierno de Isabel, incluido el crucial
compromiso religioso de 1559, recibieron una aprobación mayoritaria entre sus
súbditos. En particular, sus primeras apariciones en el Parlamento dieron
prueba sobrada de su fuerza de carácter y su sentido de la dignidad real.
UNA
REINA POPULAR
Las
buenas impresiones se difundieron rápidamente, e Isabel se cuidaría en lo
sucesivo de mantenerlas. De hecho, uno de los secretos de su éxito político
residió en su habilidad para comunicarse con sus súbditos, fuera en el
Parlamento, en ceremonias locales o en audiencias en palacio. Importancia
especial tenía su costumbre de hacer cada verano una gira con toda su corte por
el país, sobre todo por el sur, viajes conocidos como progresses. Era una forma de ahorrar gastos, trasladando su
manutención a las ciudades o los grandes nobles que la acogían. Pero también
servía para mantener el contacto con el pueblo, en un momento en que seguía rigiendo
el ideal de unos reyes que daban a sus súbditos libre acceso a su persona, y
gustaban de exhibirse ante ellos.
Función
parecida tuvieron los torneos que a partir de la década de 1580 se celebraban
cada año en el palacio de Whitehall, en el día de la coronación. La nobleza de
todo el país acudía a esta gran exhibición caballeresca, abierta igualmente al
pueblo común londinense.
Complaciente
en muchos aspectos, hubo uno en el que Isabel jamás atendería las demandas del
pueblo, de la nobleza e incluso de sus ministros: el de su matrimonio.
LA
CUESTIÓN DEL MATRIMONIO
Una
reina soltera se consideraba entonces casi una aberración, tanto en términos
humanos como por la incertidumbre que planteaba respecto a la sucesión. Isabel,
sin embargo, nunca atendió las insistentes demandas de sus súbditos. Desde
luego no faltaron los candidatos, tanto los de conveniencia —príncipes de la
época como Felipe II, el archiduque Carlos o los duques de Anjou y Alençon, de
la familia real francesa— como los que fueron objeto de una preferencia
personal, sobre todo Robert Dudley. En varios de estos casos las negociaciones
llegaron a avanzar bastante, con el pleno consentimiento de la reina, pero al
final los inconvenientes políticos parecieron excesivos, como sus mismos
ministros admitieron.
¿Tenía
además Isabel motivos personales para no casarse? En su tiempo circularon
numerosos rumores sobre supuestos impedimentos físicos para tener hijos, pero
quienes conocían más de cerca a la reina los negaban. Lo que no puede negarse
es que desde su adolescencia Isabel no mostró ningún entusiasmo por la idea del
matrimonio. Cabe pensar que su carácter independiente y su mismo orgullo personal
se rebelaban ante la perspectiva de subordinarse a otra persona y perder en
alguna medida el puesto de privilegio del que disfrutaba como soberana única.
En términos políticos la soltería tenía también ventajas, pues evitaba la
formación de bandos en la corte en torno a cada uno de los consortes o de sus
posibles hijos. Este fue el mismo motivo que hizo que Isabel se negara a
reconocer sucesor hasta hallarse en el lecho de muerte, cuando pareció acceder
al nombramiento de Jacobo de Escocia, hijo de la reina María.
En
este sentido Isabel no dejaba de tener razón cuando en los primeros años de
reinado, en un discurso en el Parlamento, rehuía comprometerse a casarse
hablando del matrimonio que había contraído con el reino: la estabilidad y la
unidad del país pesaban más en su conciencia que sus posibles deseos personales.
Por
cálculo político, pues, podía ser conveniente no casarse. Pero se trataba de
una novedad que había que justificar frente a los prejuicios de la opinión
pública. Para ello se recurrió al famoso tema de la Reina Virgen. Desde
principios de su reinado se habían hecho alusiones a su virginidad. En su
discurso de 1559 ante el Parlamento, la misma Isabel llegó a declarar su deseo
de que a su muerte se erigiera una lápida con la leyenda: «Aquí yace Isabel,
una virgen pura hasta su muerte».
Esto
no significa, pese a lo que afirmaron historiadores posteriores, que hiciera
una suerte de «voto de virginidad», como demuestra el que en años posteriores
Isabel se planteara seriamente el matrimonio con varios pretendientes. Las
alusiones a la virginidad en esos primeros años eran más bien una forma de defender
su buen nombre, algo totalmente justificado si se tiene en cuenta que corrieron
toda clase de maledicencias sobre sus supuestas aventuras sexuales.
EL
CULTO ISABELINO
Cuando
se desvaneció la posibilidad del casamiento y de tener descendencia, la
virginidad cobró un valor distinto en la pluma de los escritores o en el pincel
de los artistas. Propiamente fue una forma de divinizar en vida a la soberana.
Se
recurrió para ello a modelos clásicos de diosas vírgenes, como Diana o Astrea,
pero también se incorporaron elementos del culto católico a la Virgen María.
Algunos historiadores han afirmado incluso que el culto a Isabel, renovado cada
año en todo el país en el día de su coronación, actuó como un sustituto inconsciente
del culto mariano abolido por la Reforma protestante.
Símbolo
de unidad nacional, la virginidad de Isabel podía representar también la pureza
de la fe mantenida por la Iglesia de Inglaterra frente a la «herejía papista» y
la incolumidad de sus fronteras ante agresiones exteriores, como la de los
españoles en 1588. En fin, se trataba de un símbolo de permanencia y eternidad
del Estado, de la persona pública del rey, frente a la persona privada, mortal
como las demás.
En
los años finales de su reinado Isabel se identificó cada vez más con esta personificación
ideal. Los retratos tendían a borrar de su imagen toda marca del paso del
tiempo, como si la historia pudiera detenerse en la «edad de oro» que ella
había inaugurado. Pero la historia no se detuvo. Precisamente esos años
trajeron consigo una grave crisis económica acompañada de un recrudecimiento de
las tensiones políticas en la corte. La rebelión de Essex, su favorito, en
1601 y su inmediata ejecución resultaron
de ese clima.
La
popularidad de Isabel se resintió de ello, de modo que fueron muchos los que, a
su muerte en 1603, saludaron con alivio y esperanza la llegada al trono d su
sucesor, Jacobo de Escocia. Pero los errores de Jacobo y su heredero, Carlos I,
que condujeron a la guerra civil de 1640, alimentaron enseguida la nostalgia
por los buenos tiempos de Isabel, la reina que mejor encarnó el espíritu de su
pueblo en un instante decisivo de su historia.
LOS
SÍMBOLOS DE LA REINA VIRGEN
Para
celebrar sus éxitos políticos, Isabel se hizo representar en una serie de
suntuosos retratos. El más fascinante de ellos es sin duda el Retrato del Arco
Iris. Pintado hacia 1600 por Isaac Oliver (o quizá por Marcus Gheeraerts) y
conservado en Hatfield House, el cuadro presenta a Isabel a la manera de una
diosa que sostiene en su mano un arco iris como símbolo de la paz que había
traído a su reino. Esta alusión a la paz ha hecho creer a los estudiosos que el
modelo de Isabel es aquí Astrea, la «virgen» que anuncia la llegada de la edad
de oro en un célebre poema de Virgilio. El poema estaba dedicado al primer
emperador de Roma, Augusto; Isabel presentándose como Reina Virgen, de algún
modo se afirma también como fundadora del Imperio Británico. La virginidad de
la reina está simbolizada por las perlas, el pelo suelto y las alusiones a
Diana, mientras que su rostro atemporal, basado en la llamada Máscara de
Juventud, le confiere la eternidad de una diosa.
EL
DECLIVE DE LA SOBERANA
En
sus últimos años Isabel fue perdiendo el control que desde el principio había
sabido mantener sobre la corte y el gobierno. En palacio los duelos y los
escándalos sexuales se hicieron recurrentes, algo que hubiera sido impensable
unas décadas atrás. Al mismo tiempo, un antiguo favorito como el conde de Essex
se atrevía a lanzar una rebelión para deponer a la soberana. Isabel castigó la
revuelta de forma implacable, pero eran evidentes los signos de agotamiento y
hasta de depresión. Un ministro los atribuía a «las muchas malignas conjuras y
planes [que] han destruido el dulce carácter de su alteza»; es el mismo mensaje
que transmite el cuadro anónimo de la imagen, compuesto hacia el año 1600. Tal
situación también se debió al declive físico de la reina. Aunque casi hasta el
final siguió practicando la danza y montando a caballo, sus achaques eran
crecientes. Tras una recuperación fugaz, a principios de 1603 recayó definitivamente.
Murió el 24 de marzo de ese año en el palacio de Richmond. Tres días después
llegaba a Edimburgo, la capital escocesa, un mensajero con la noticia: Jacobo
VI de Escocia, el hijo de María Estuardo, se convertía en nuevo rey de
Inglaterra. ■
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