Hace más de un año que no pasaba por aquí. Mil disculpas a mis seguidores por tener el blog tan abandonado; han sido muchas cosas, muchos líos; otras novelas, una publicación, la de LE, largamente esperada y que ha requerido 27 horas diarias de mi tiempo, promociones, entrevistas, etc. Pero ya iba siendo hora de retomar la historia de María. Si nada se tuerce ni se retrasa, este verano retomaré la novela y ya no la dejaré hasta tenerla finiquitada. Mientras tanto, ya sabéis que en este blog voy poniendo artículos y reportajes relativos a la época Tudor, que es la que nos interesa y le da sentido a este blog.
Seguimos hablando de Enrique VIII, y hoy abordo uno de los temas clave en la historia de la dinastía y la novela: La cuestión sucesoria.
Ya sabéis que agradezco vuestros comentarios, sugerencias y propuestas, y toda la información que tengáis a bien compartir conmigo.
GRACIAS POR SEGUIR AHÍ.
© Julia Siles Ortega. 2009
El siglo XVI, al igual que
los anteriores y los posteriores en la Europa del Antiguo Régimen, vino
determinado políticamente por dos acontecimientos vitales en el ámbito familiar
real: las alianzas matrimoniales y la sucesión dinástica. Aunque pudiera
parecer injusto, e incluso cruel decirlo, no se podía soslayar el hecho: una mujer
valía lo que valía su vientre. Y éste era valioso en la medida en que fuera capaz
de gestar un hijo varón. Mejor si era más de uno, pues el índice de mortalidad
infantil en ese período era alarmantemente alto.
Ninguna reina desconocía este
hecho. Catalina tampoco. Pero la buena voluntad, el deseo, incluso el anhelo,
no bastaban para llevar a buen término nueve meses de embarazo; y en el mejor de
los casos, tal y como se ha apuntado más arriba, el riesgo de que la criatura
falleciera antes de llegar a la edad adulta no debía despreciarse.
«A principios de 1510, la
reina da a luz a una niña muerta, fracaso que parece remediarse cuando el 1 de
enero de 1511 nace un niño sano; el nuevo príncipe de Gales muere a los
cincuenta y dos días; su fallecimiento se achacó al frío que tuvo que soportar
en la ceremonia de bautismo.»
En febrero de 1516 Catalina,
después de un parto difícil, dio a luz a una hija, María. Iba a ser la única
que sobreviviera al matrimonio. A pesar del desencanto general por el sexo de
la criatura, el rey se mostró satisfecho y optimista, y así se lo expresó al
embajador italiano Giustiniani: «Tanto la reina como yo somos jóvenes, y si
esta vez es una niña, por la gracia de Dios seguirán niños.»
Pero Catalina, después del
nacimiento de la princesa, no tuvo más hijos varones; en 1518 le nació una niña
muerta, y los médicos le advirtieron a la reina que no iba a tener más hijos.
«Aquella imposibilidad de
cumplir las apremiantes exigencias dinásticas, como hubiera deseado y siempre
procuró, sumió a la reina en una gran pesadumbre, agravada por la pública
ostentación que hacía Enrique de su última amante, la joven sobrina de Lord
Mountjoy, Bessie Blount. Cuando en 1519 nazca su hijo, será reconocido con el
significativo apellido de Fitzroy. La princesa María, a partir de sus tres años, ya contaría con un hermano
bastardo, no ajeno a la sucesión real.»
El reconocimiento de Henry
Fitzroy como sucesor de Enrique era harto improbable, pero el rey, orgulloso y
feliz de su paternidad, ya lo había nombrado duque de Richmond y Somerset;
tales distinciones públicas y notorias sumieron a la reina en gran congoja, su
esposo y señor Enrique parecía dispuesto a hacer su santa voluntad como si ella
ya no contara para nada.
Este duro revés envejeció
notablemente a la reina, restándole atractivo, y la alejó de Enrique, quien,
después de ver frustrados una y otra vez sus deseos de un heredero legítimo,
empezó a sentir remordimientos de conciencia y a preguntarse si la falta de este
varón no era una prueba de que Dios desaprobaba su matrimonio con la mujer de
su hermano Arturo.
Para que el matrimonio de
Enrique y Catalina se considerara válido, se había tenido que pedir a Roma una dispensa
especial. Enrique empezó a darle vueltas al asunto y resolvió que lo que había
hecho un papa en 1509, bien podría deshacerlo otro más tarde.
«El Levítico prohibía el matrimonio de un hombre con la mujer de su
hermano en todas las circunstancias, vivo o muerto». Si se incumplía esta ley
divina, el matrimonio no tendría hijos. Sin embargo, la existencia de la
princesa María, que en aquellos días contaba ya diez años y gozaba de una salud
excelente, echaba por tierra el argumento de la esterilidad al que se aferraba
penosamente Enrique para justificar una pasión y un anhelo que todos en la
corte conocían ya, y que llevaba nombre propio.
Probablemente no se podía
responsabilizar a Anne Boleyn del divorcio del rey, al menos no era suya toda la culpa; puede decirse, sin temor
a errar, que la joven damisela estaba en el momento adecuado en el lugar
adecuado, y supo cómo ganarse al rey y convencerle de que podía darle todo aquello
que deseaba y que la reina le había negado.
Desesperado por engendrar
finalmente un hijo legítimo, Enrique se dirigió a Wolsey y le conminó a que se
ocupara de «conseguirle» el divorcio; cualquier pretexto o argumento era válido
para deshacer o anular el matrimonio con Catalina y dejarle a él libre de
ataduras para iniciar el cortejo formal de la joven damisela que le había
robado el corazón.
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