Copyright by Julia Siles Ortega. 2009.
Cualquiera que se asoma, como yo, a la Inglaterra Tudor, y pretende además escribir sobre ella, se encuentra con un problema cuanto menos "curioso". Yo me he encontrado con él y me apetece compartirlo con vosotros. La repetición continua, e incluso algo molesta, de algunos nombres típicos de la época. En el capítulo que os presento hoy nos encontramos nada más y nada menos que con cuatro hombres, a cual más importante y determinante en la trama, con el mismo nombre: Thomas. Siendo como es esta una novela en la que no existen personajes inventados; todos son reales y no me es posible cambiar sus nombres, he llegado a la conclusión de que sólo me quedan 2 soluciones al problema: llamarles por el apellido o, si es posible (y no siempre lo es), por su apodo. De un modo parecido me encuentro con el mismo problema con respecto al nombre de Catalina y al de María... y alguno más. Aquí os presento a cuatro hombres que, entre otras muchas cosas, comparten el nombre de pila. Y es interesante que os familiaricéis con ellos porque van a ser "secundarios de lujo", y aun en las sombras, van a manejar todos (o casi todos) los hilos de la política inglesa del siglo XVI.
La labor política y diplomática de cuatro hombres iba a resultar fundamental en la Inglaterra Tudor. Cada cual a su manera sentó las bases de una sociedad nueva. Estos hombres, en un cuarto de siglo, revolucionaron la corte, el Parlamento, e incluso la mismísima Iglesia de Inglaterra. Fueron: Thomas Wolsey, Thomas More, Thomas Cromwell y Thomas Cranmer.
Se ha dicho en demasiadas ocasiones que fue Enrique quien rompió con la obediencia al Papa de Roma, y es cierto; pero no es menos verdad que sin la ayuda de Cromwell y Cranmer, esto no hubiera sido en modo alguno posible. Enrique tenía poder suficiente para proclamarse Cabeza Suprema de la Iglesia de Inglaterra, pero también la suficiente inteligencia como para saber que era aconsejable contar con el beneplácito de sus consejeros, de la nobleza, e incluso del pueblo inglés, para cumplir sus propósitos. Por otra parte, en 1534 había en Inglaterra un clima social y religioso que favorecía cualquier iniciativa reformista.
El primer hombre en aparecer en la escena política fue Thomas Wolsey; de orígenes humildes, ya había estado al servicio de Enrique VII demostrando su inteligencia, capacidad de trabajo y astucia en varias misiones que le habían sido encomendadas. Enrique VIII, conocedor de esto, lo mantuvo como leal servidor, lo nombró canciller y dejó prácticamente en sus manos todos los asuntos del gobierno; más tarde, convencido de su valía, persuadió al Papa para que lo nombrara cardenal; asimismo le dio el arzobispado de York y la abadía de Saint Albans. La carrera profesional de Wolsey haría correr ríos de tinta; a todas las cualidades antes nombradas, habría que añadir su inconmensurable ambición, y su afán de riqueza y gloria. Afán éste que le granjeará multitud de enemigos en la corte inglesa, y levantará suspicacias entre los cortesanos y embajadores extranjeros. Amigo de los intereses franceses —aspiraba al pontificado y pensaba que la influencia francesa en el Vaticano era determinante para la consecución de sus fines— más que de los españoles, intentó mediar en la política internacional de Enrique desde el principio de su reinado.
Otro hombre clave en la vida de Enrique era Sir Thomas More. Humanista y jurista de primera categoría, se destacó desde bien temprano como un hábil diplomático, capaz de usar la mano dura y la mano izquierda a un mismo tiempo, y con extraordinarios resultados. Al contrario que Wolsey, no tenía delirios de grandeza ni buscaba exhibirse en la corte al lado del rey, muy al contrario: se resistía a instalarse allí, aún habiéndoselo rogado Enrique personalmente en numerosas ocasiones; el autor de Utopía apreciaba sinceramente al joven monarca, e intentó ser para él un buen consejero y contrarrestar, en cierto modo, el excesivo ascendente que tenía el cardenal. Fue él quien ayudó a Enrique a escribir un opúsculo condenando y rebatiendo las ideas de Lutero en 1521, escrito que le valió al rey el título de Fidei defensor. More siempre fue leal a la corona, y devoto de la reina Catalina y de la princesa María. Cuando supo que el rey pretendía repudiar a su esposa, presuntamente por escrúpulos religiosos, More prefirió mantenerse al margen en la medida en que le fue posible. No era partidario del divorcio ni de la nulidad, ni sentía simpatía por Anne Boleyn; no tanto por sus ideas luteranas, sino por cuanto consideraba que la joven estaba socialmente muy por debajo del rey y, por descontado, de la reina. Opinión que compartía con Wolsey y, en general, con todo el pueblo de Inglaterra.
Si Wolsey hizo lo posible —y lo imposible al parecer— por hallar una solución satisfactoria al Gran Asunto del Rey, y More se desentendió del mismo cuanto pudo, quien finalmente intrigó y negoció para que «el divorcio» se llevara a cabo fue Thomas Cromwell. Definido a menudo como un hombre frío y sin escrúpulos, era de origen humilde, al igual que el cardenal y, por recomendación de éste, había entrado en la corte. Compartía con More su afición a las leyes y la estadística, pero por el contrario, Cromwell se inclinaba cada vez más por las ideas reformistas que iban penetrando en la sociedad inglesa traídas por hombres como William Tyndale y otros intelectuales que empezaban a desafiar el poder del Papa de Roma.
El último hombre que participó activamente en la construcción de la nueva Iglesia Anglicana fue Thomas Cranmer. Era un erudito formado en Cambridge, reformista, como Cromwell, y llegó a la corte en 1529, cuando el Gran Asunto del Rey se hallaba en su apogeo. En 1532 fue nombrado arzobispo de Canterbury.
Se ha dicho en demasiadas ocasiones que fue Enrique quien rompió con la obediencia al Papa de Roma, y es cierto; pero no es menos verdad que sin la ayuda de Cromwell y Cranmer, esto no hubiera sido en modo alguno posible. Enrique tenía poder suficiente para proclamarse Cabeza Suprema de la Iglesia de Inglaterra, pero también la suficiente inteligencia como para saber que era aconsejable contar con el beneplácito de sus consejeros, de la nobleza, e incluso del pueblo inglés, para cumplir sus propósitos. Por otra parte, en 1534 había en Inglaterra un clima social y religioso que favorecía cualquier iniciativa reformista.
El primer hombre en aparecer en la escena política fue Thomas Wolsey; de orígenes humildes, ya había estado al servicio de Enrique VII demostrando su inteligencia, capacidad de trabajo y astucia en varias misiones que le habían sido encomendadas. Enrique VIII, conocedor de esto, lo mantuvo como leal servidor, lo nombró canciller y dejó prácticamente en sus manos todos los asuntos del gobierno; más tarde, convencido de su valía, persuadió al Papa para que lo nombrara cardenal; asimismo le dio el arzobispado de York y la abadía de Saint Albans. La carrera profesional de Wolsey haría correr ríos de tinta; a todas las cualidades antes nombradas, habría que añadir su inconmensurable ambición, y su afán de riqueza y gloria. Afán éste que le granjeará multitud de enemigos en la corte inglesa, y levantará suspicacias entre los cortesanos y embajadores extranjeros. Amigo de los intereses franceses —aspiraba al pontificado y pensaba que la influencia francesa en el Vaticano era determinante para la consecución de sus fines— más que de los españoles, intentó mediar en la política internacional de Enrique desde el principio de su reinado.
Otro hombre clave en la vida de Enrique era Sir Thomas More. Humanista y jurista de primera categoría, se destacó desde bien temprano como un hábil diplomático, capaz de usar la mano dura y la mano izquierda a un mismo tiempo, y con extraordinarios resultados. Al contrario que Wolsey, no tenía delirios de grandeza ni buscaba exhibirse en la corte al lado del rey, muy al contrario: se resistía a instalarse allí, aún habiéndoselo rogado Enrique personalmente en numerosas ocasiones; el autor de Utopía apreciaba sinceramente al joven monarca, e intentó ser para él un buen consejero y contrarrestar, en cierto modo, el excesivo ascendente que tenía el cardenal. Fue él quien ayudó a Enrique a escribir un opúsculo condenando y rebatiendo las ideas de Lutero en 1521, escrito que le valió al rey el título de Fidei defensor. More siempre fue leal a la corona, y devoto de la reina Catalina y de la princesa María. Cuando supo que el rey pretendía repudiar a su esposa, presuntamente por escrúpulos religiosos, More prefirió mantenerse al margen en la medida en que le fue posible. No era partidario del divorcio ni de la nulidad, ni sentía simpatía por Anne Boleyn; no tanto por sus ideas luteranas, sino por cuanto consideraba que la joven estaba socialmente muy por debajo del rey y, por descontado, de la reina. Opinión que compartía con Wolsey y, en general, con todo el pueblo de Inglaterra.
Si Wolsey hizo lo posible —y lo imposible al parecer— por hallar una solución satisfactoria al Gran Asunto del Rey, y More se desentendió del mismo cuanto pudo, quien finalmente intrigó y negoció para que «el divorcio» se llevara a cabo fue Thomas Cromwell. Definido a menudo como un hombre frío y sin escrúpulos, era de origen humilde, al igual que el cardenal y, por recomendación de éste, había entrado en la corte. Compartía con More su afición a las leyes y la estadística, pero por el contrario, Cromwell se inclinaba cada vez más por las ideas reformistas que iban penetrando en la sociedad inglesa traídas por hombres como William Tyndale y otros intelectuales que empezaban a desafiar el poder del Papa de Roma.
El último hombre que participó activamente en la construcción de la nueva Iglesia Anglicana fue Thomas Cranmer. Era un erudito formado en Cambridge, reformista, como Cromwell, y llegó a la corte en 1529, cuando el Gran Asunto del Rey se hallaba en su apogeo. En 1532 fue nombrado arzobispo de Canterbury.
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