© Julia Siles
Ortega. 2009
La política de
los siglos XVI, XVII, e incluso la del XVIII, era una política cortesana. Todo
se movía en la corte: Amores y odios, tratados de paz y de guerra, intrigas,
traiciones, compra de cargos públicos o eclesiásticos… La corte de Enrique no fue
diferente a la corte Habsburgo o a la de los Valois; era el lugar donde la alta
y la baja nobleza iba y venía, persiguiendo la sonrisa y el beneplácito del
rey. «Enrique dejó claro que la corte era el sitio donde debía estar la nobleza
si deseaba hacer realidad sus ambiciones tradicionales y ocupar el lugar que
legítimamente le correspondía en la sociedad.»
Estar en la corte
era una garantía de prestigio y de éxito social; aquél que era obligado a
exiliarse porque había perdido el favor real sufría un ostracismo parecido al
de los antiguos griegos: lejos del resplandor del monarca, declinaba, y si se
mantenía apartado mucho tiempo moría… socialmente hablando.
«Los jóvenes
amigos del rey que, a imitación de la corte francesa, ocupaban los puestos de la Cámara Privada
desde septiembre del año 1518, eran «los favoritos: The King’s Minions.». Entre éstos, destacó Charles Brandon, al que
el rey nombró enseguida duque de Suffolk. Brandon no era de la nobleza, su
padre había sido el portaestandarte de Enrique VII en la batalla de Bosworth. El
hijo entró en la casa del príncipe Arturo de dónde pasó a la corte del nuevo
rey con el que enseguida trabó buena amistad.
Enrique tenía,
por tanto, a su lado a hombres apuestos y aguerridos; algunos eran de noble
cuna, pero no todos. Los que estaban más cerca de él pertene-cían a lo que se
llamó: Cámara Privada.
«La Cámara Privada no
era simplemente una habitación o una serie de habitaciones, sino un
departamento de la casa que Enrique VII creó alrededor de 1495 para que cuidase
de las necesidades privadas del soberano. Bajo Enrique VIII, la Cámara Privada se
convertiría en una base de poder selecta […] Había una competencia feroz por
hacerse con una plaza en la Cámara Privada.»
La corte de un
rey joven es siempre una corte de bailes, lizas, cacerías y otros juegos menos
inocentes; en los primeros años el derroche en fiestas y apuestas fue
espectacular. En poco tiempo se dilapidó la fortuna del viejo rey. El humanista
español Juan Luis Vives criticó con fina ironía el ambiente de esta corte de
gustos franceses y libertinos. Poco después, alertado Enrique del peligro que semejante
frivolidad cortesana pudiera repercutir negativamente en su reputación, expulsó
a algunos de sus favoritos y por un tiempo se restauró cierto orden, discreción
y comedimiento.
«Las alabanzas a
un gobernante ideal las necesitaba Enrique para ofrecer una imagen más digna a
los electores palatinos que en aquellos meses se reunían para designar al
futuro Emperador por la muerte de Maximiliano […] Aquella pretensión de Enrique
no pasaría de ser el nuevo estallido de una vanidad desenfrenada. La verdadera
pugna se estableció entre Francisco I y Carlos I de España. Cuando este último
se alzó con el triunfo, la paz en Europa ya quedaría herida de muerte por las
continuas represalias del rey francés.»
Dos de los
hombres destacados de la corte Tudor fueron Thomas Howard, duque de Norfolk y Thomas
Boleyn. «Los Boleyn eran una familia en ascensión que tenía aspiraciones
sociales».
Estaban emparentados con el duque de Norfolk, y
tenían tres hijos: dos hembras: Mary y Anne, y un varón, George, futuro Lord
Rochford. Durante un breve período de tiempo, Mary fue la amante de Enrique
antes de que él pusiera sus ojos en Anne. Tan pronto el rey mostró una clara
preferencia por esta última, la familia se vio colmada de atenciones y honores.
El padre había sido embajador y diplomático, y las hijas habían estado varios
años en la corte francesa, en el séquito de la reina. Ambas habían aprendido
allí las artes del amor y de la seducción.
Las familias
Howard-Boleyn conocieron un éxito mayúsculo en las décadas de 1520 y 1530 que
amenazaba el del cardenal Wolsey tanto como el tren de vida del prelado les
resultaba insufrible a ellos. La nobleza, ya se ha dicho anteriormente, no veía
con buenos ojos el papel que jugaba el cardenal en la política inglesa. Sin
embargo, Enrique lo tenía en alta estima y confiaba más en él que en cualquiera
de sus consejeros.
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