Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

28 de abril de 2013

Buenos modales en la mesa. Una idea del Renacimiento.


Uno de los aspectos que más entusiasman a lectores y espectadores de novelas y películas “de época” es la fastuosidad de los banquetes y los bailes de la corte. Todo el despliegue de riqueza y abundancia imperantes en los grandes salones europeos, en las grandes mesas, con tal profusión de manjares y buenos caldos invitan a la gula y el desenfreno. El Renacimiento deja también su huella a la hora de comer; aparecen nuevos gustos y nuevas modas. En el artículo que hoy os posteo se explica con detalle todo el protocolo que rodea una gran cena.



En el siglo XVI se empezó a comer con tenedor, y no con las manos, y a limpiarse con servilletas en vez de con el mantel.

© Francesca Prince
© Historia National Geographic

Roma, 13 de septiembre de 1513. La ciudad ha organizado un banquete en honor de Julio de Médicis, recientemente nombrado cardenal. La mesa se levanta sobre un estrado en la céntrica plaza del Capitolio, a la vista de curiosos y transeúntes. Antes de que comience el desfile de platos, los invitados disponen de agua para enjuagarse las manos; y durante la comida, cada convidado dispone de una fina servilleta, un cuchillo, una cuchara y un tenedor para su uso particular. El humo de hierbas aromáticas disipa cualquier olor que pudiera molestar a los comensales.
Por el tipo de cocina o la mezcla de gastronomía y espectáculo, esta escena romana podría parecerse a un festín medieval. Sin embargo, si se observa con mayor detenimiento, las diferencias entre este ágape renacentista y una celebración similar de la Edad Media son notables. En especial, llama la atención la ausencia de una de las costumbres más características de los siglos medievales: la de compartirlo todo, desde la cuchara hasta los platos.

CORTESÍA MEDIEVAL
En la Edad Media no había comedores como los que hoy conocemos. Las mesas para comer consistían en simples tablas colocadas sobre caballetes (motivo por el cual se habla de «poner la mesa») y cubiertas por un enorme mantel, que los comensales utilizaban para limpiarse los dedos. Sobre ellas no había platos ni vasos individuales, los cuchillos y las cucharas se compartían y la sopa se bebía directamente de la escudilla. Con la punta del cuchillo, los comensales tomaban los trozos de comida de una fuente común y depositaban el bocado sobre una tabla o sobre una gruesa rebanada de pan, generalmente compartida por dos personas. De ahí deriva la palabra «compañero», es decir, aquellos que comparten el mismo pan. Al final, el pan sobrante, impregnado de salsa, se daba a los pobres o a los perros.
Sin embargo, había normas que regían el banquete medieval, en apariencia tan desordenado, y así lo reflejan los manuales de conducta de la época, que atacan la falta de consideración hacia las personas con las que se comparte mesa. En 1384, el teólogo catalán Francesc Eiximenis, en su obra Lo crestià, exhortaba a los comensales a seguir ciertas normas: «Si has escupido o te has sonado la nariz, nunca te limpies las manos en el mantel», y a continuación precisaba: «Siempre que tengas que escupir durante la comida, hazlo detrás de ti y en ningún caso, por encima de la mesa o de nadie». Un texto alemán nos advierte que sonarse la nariz con el mantel es «de mal nacidos», y que hurgarse este apéndice mientras estamos comiendo «no es decente».

UNA NUEVA ETIQUETA
Durante el siglo XV se gestó una nueva idea del comer y de todo el ritual que rodeaba el acto de compartir la comida. Fue el humanista Erasmo de Rotterdam quien la plasmó en su tratado De la urbanidad en las maneras de los niños (De civilitate morum puerilium), donde sentó las bases de una nueva actitud en la mesa. Publicado por vez primera en 1530, este breve manual conoció más de treinta ediciones en poco tiempo.
El tratado, destinado al joven Enrique de Borgoña, hijo de Adolfo, príncipe de Veere, se refiere a los comportamientos propios de un noble, entre los que se cuenta la conducta en la mesa. Destaca la importancia de mostrar mesura: «Algunos, apenas se han sentado, echan las manos a los manjares; esto es propio de lobos». También debemos conocer el uso correcto de los diversos utensilios: «En guisos caldosos sumergir los dedos es de pueblerinos; con el cuchillo o con un tenedor retire de ello lo que quiere; y no lo ande eligiendo».
Pero la nueva etiqueta iba más allá de prescribir el uso correcto de los cubiertos o de señalar actitudes impropias. También añadía, por ejemplo, que la conversación agradable era parte importante del menú. Por ello, Erasmo aconseja que, a la vez que nos enjuaguemos las manos antes de comer, arrojemos «todo lo que en el ánimo haya de pena, pues en el convite ni es bien estar triste ni entristecer a nadie».
En su tratado de urbanidad, Erasmo señalaba, además, que adoptando los modales de civilidad nos distinguiremos de las bestias o de la gente grosera, una posibilidad, en principio, al alcance de todos, como el humanista holandés recalca en la conclusión: si «a quienes les tocó en suerte ser de buena cuna, deshonroso les es no responder a su linaje con sus maneras», también es cierto que «nadie puede para sí elegir padres o patria; pero puede cada cual hacerse su carácter y modales».

LA SERVILLETA, EN EL HOMBRO
A esta búsqueda de la afinidad de modales y gustos entre los comensales se suma, como ha observado el historiador Jean-Louis Flandrin, el avance de la idea de limpieza que, por otra parte, coincide con el progreso del individualismo renacentista frente a la promiscuidad medieval. Así, no sólo se rechaza cada vez más, como hace Erasmo, el uso de los dedos para llevarse alimentos a la boca, sino que se impone el empleo de nuevos utensilios de mesa como servilletas, platos, vasos, cuchillos y tenedores individuales.
Las servilletas se convertirán en un elemento indispensable para cada uno de los comensales; con ellas se protegen los delicados manteles que adornan las mesas y las vestiduras de los caballeros y las damas. En España, al parecer, introdujeron su uso e incluso su nombre los nobles flamencos que vinieron con Carlos V a la Península; la palabra servilleta procedería de la voz flamenca servete, derivada a su vez del latín servare, «guardar», «cuidar». Inicialmente, su uso estuvo limitado a las grandes ocasiones, momento en el cual había que demostrar que se sabía utilizarla de forma correcta: colocándola sobre el hombro izquierdo, según dictaba la etiqueta de la época.



EL DIABÓLICO TENEDOR
Junto a la servilleta se extiende el uso de un instrumento que es visto con recelo: el tenedor. Y ello a pesar de que su venida a Europa databa de siglos atrás; llegó con una princesa bizantina, Teodora, que viajó a Venecia en 1071 para desposarse con Domenico Selvo, el dux veneciano. En su equipaje traía consigo una broca de dos puntas que usaba para llevarse los alimentos a la boca. Sus gustos —demasiado mundanos y cosmopolitas— escandalizaron a los italianos e incluso el representante del Vaticano en la Serenísima tachó el tenedor de instrumentum diaboli.
Desde Italia, el tenedor viajó a Francia en 1533 de la mano de Catalina de Médicis, esposa de Enrique II. Una vez más, la corte tachó de extravagante tal utensilio. Décadas después Enrique III, al que se consideraba homosexual, fue objeto de continuas chanzas por el uso del tenedor, que se convirtió así en una marca de amaneramiento. Años más tarde, en 1605, Arthus Thomas, señor de Embry, aún se burlaba de los modales de la corte en su libro Descripción de la isla de los Hermafroditas: «En la mesa, no tocan nunca la carne con los dedos, sino con tenedores que se acercan a la boca estirando el cuello. Pero el verdadero espectáculo se da cuando los comensales intentan agarrar los garbanzos o guisantes; entonces, los más torpes acaban dejando caer más en el plato o en la mesa que en sus bocas».
El uso del sospechoso tenedor (cuyo nombre en castellano deriva del verbo «tener») no arraigaría hasta mucho tiempo después. En 1611, el viajero y novelista inglés Thomas Coryat, quien adoptó, quien adoptó de Italia la costumbre del tenedor y la llevó a su país, decía al respecto que «mis amigos se burlan y me llaman Furcifer». Sólo en el siglo XVIII los manuales dictaron el manejo del tenedor como instrumento individual. Y por mucho que su uso (al igual que el de la servilleta) tardase en implantarse, no hay duda de que nuestras costumbres actuales a la hora de comer deben mucho a los convites renacentistas.

18 de abril de 2013

La cuestión sucesoria


Hace más de un año que no pasaba por aquí. Mil disculpas a mis seguidores por tener el blog tan abandonado; han sido muchas cosas, muchos líos; otras novelas, una publicación, la de LE, largamente esperada y que ha requerido 27 horas diarias de mi tiempo, promociones, entrevistas, etc. Pero ya iba siendo hora de retomar la historia de María. Si nada se tuerce ni se retrasa, este verano retomaré la novela y ya no la dejaré hasta tenerla finiquitada. Mientras tanto, ya sabéis que en este blog voy poniendo artículos y reportajes relativos a la época Tudor, que es la que nos interesa y le da sentido a este blog.
Seguimos hablando de Enrique VIII, y hoy abordo uno de los temas clave en la historia de la dinastía y la novela: La cuestión sucesoria.
Ya sabéis que agradezco vuestros comentarios, sugerencias y propuestas, y toda la información que tengáis a bien compartir conmigo.

GRACIAS POR SEGUIR AHÍ.

 
 
© Julia Siles Ortega. 2009

El siglo XVI, al igual que los anteriores y los posteriores en la Europa del Antiguo Régimen, vino determinado políticamente por dos acontecimientos vitales en el ámbito familiar real: las alianzas matrimoniales y la sucesión dinástica. Aunque pudiera parecer injusto, e incluso cruel decirlo, no se podía soslayar el hecho: una mujer valía lo que valía su vientre. Y éste era valioso en la medida en que fuera capaz de gestar un hijo varón. Mejor si era más de uno, pues el índice de mortalidad infantil en ese período era alarmantemente alto.
Ninguna reina desconocía este hecho. Catalina tampoco. Pero la buena voluntad, el deseo, incluso el anhelo, no bastaban para llevar a buen término nueve meses de embarazo; y en el mejor de los casos, tal y como se ha apuntado más arriba, el riesgo de que la criatura falleciera antes de llegar a la edad adulta no debía despreciarse.
«A principios de 1510, la reina da a luz a una niña muerta, fracaso que parece remediarse cuando el 1 de enero de 1511 nace un niño sano; el nuevo príncipe de Gales muere a los cincuenta y dos días; su fallecimiento se achacó al frío que tuvo que soportar en la ceremonia de bautismo.»
En febrero de 1516 Catalina, después de un parto difícil, dio a luz a una hija, María. Iba a ser la única que sobreviviera al matrimonio. A pesar del desencanto general por el sexo de la criatura, el rey se mostró satisfecho y optimista, y así se lo expresó al embajador italiano Giustiniani: «Tanto la reina como yo somos jóvenes, y si esta vez es una niña, por la gracia de Dios seguirán niños.»
Pero Catalina, después del nacimiento de la princesa, no tuvo más hijos varones; en 1518 le nació una niña muerta, y los médicos le advirtieron a la reina que no iba a tener más hijos.
«Aquella imposibilidad de cumplir las apremiantes exigencias dinásticas, como hubiera deseado y siempre procuró, sumió a la reina en una gran pesadumbre, agravada por la pública ostentación que hacía Enrique de su última amante, la joven sobrina de Lord Mountjoy, Bessie Blount. Cuando en 1519 nazca su hijo, será reconocido con el significativo apellido de Fitzroy. La princesa María, a partir de sus tres años, ya contaría con un hermano bastardo, no ajeno a la sucesión real.»
El reconocimiento de Henry Fitzroy como sucesor de Enrique era harto improbable, pero el rey, orgulloso y feliz de su paternidad, ya lo había nombrado duque de Richmond y Somerset; tales distinciones públicas y notorias sumieron a la reina en gran congoja, su esposo y señor Enrique parecía dispuesto a hacer su santa voluntad como si ella ya no contara para nada.
Este duro revés envejeció notablemente a la reina, restándole atractivo, y la alejó de Enrique, quien, después de ver frustrados una y otra vez sus deseos de un heredero legítimo, empezó a sentir remordimientos de conciencia y a preguntarse si la falta de este varón no era una prueba de que Dios desaprobaba su matrimonio con la mujer de su hermano Arturo.
Para que el matrimonio de Enrique y Catalina se considerara válido, se había tenido que pedir a Roma una dispensa especial. Enrique empezó a darle vueltas al asunto y resolvió que lo que había hecho un papa en 1509, bien podría deshacerlo otro más tarde.
«El Levítico prohibía  el matrimonio de un hombre con la mujer de su hermano en todas las circunstancias, vivo o muerto». Si se incumplía esta ley divina, el matrimonio no tendría hijos. Sin embargo, la existencia de la princesa María, que en aquellos días contaba ya diez años y gozaba de una salud excelente, echaba por tierra el argumento de la esterilidad al que se aferraba penosamente Enrique para justificar una pasión y un anhelo que todos en la corte conocían ya, y que llevaba nombre propio.
Probablemente no se podía responsabilizar a Anne Boleyn del divorcio del rey, al menos no era suya toda la culpa; puede decirse, sin temor a errar, que la joven damisela estaba en el momento adecuado en el lugar adecuado, y supo cómo ganarse al rey y convencerle de que podía darle todo aquello que deseaba y que la reina le había negado.
Desesperado por engendrar finalmente un hijo legítimo, Enrique se dirigió a Wolsey y le conminó a que se ocupara de «conseguirle» el divorcio; cualquier pretexto o argumento era válido para deshacer o anular el matrimonio con Catalina y dejarle a él libre de ataduras para iniciar el cortejo formal de la joven damisela que le había robado el corazón.  



18 de enero de 2012

Cuatro hombres influyentes

Copyright by Julia Siles Ortega. 2009.


Cualquiera que se asoma, como yo, a la Inglaterra Tudor, y pretende además escribir sobre ella, se encuentra con un problema cuanto menos "curioso". Yo me he encontrado con él y me apetece compartirlo con vosotros. La repetición continua, e incluso algo molesta, de algunos nombres típicos de la época. En el capítulo que os presento hoy nos encontramos nada más y nada menos que con cuatro hombres, a cual más importante y determinante en la trama, con el mismo nombre: Thomas. Siendo como es esta una novela en la que no existen personajes inventados; todos son reales y no me es posible cambiar sus nombres, he llegado a la conclusión de que sólo me quedan 2 soluciones al problema: llamarles por el apellido o, si es posible (y no siempre lo es), por su apodo. De un modo parecido me encuentro con el mismo problema con respecto al nombre de Catalina y al de María... y alguno más. Aquí os presento a cuatro hombres que, entre otras muchas cosas, comparten el nombre de pila. Y es interesante que os familiaricéis con ellos porque van a ser "secundarios de lujo", y aun en las sombras, van a manejar todos (o casi todos) los hilos de la política inglesa del siglo XVI.


La labor política y diplomática de cuatro hombres iba a resultar fundamental en la Inglaterra Tudor. Cada cual a su manera sentó las bases de una sociedad nueva. Estos hombres, en un cuarto de siglo, revolucionaron la corte, el Parlamento, e incluso la mismísima Iglesia de Inglaterra. Fueron: Thomas Wolsey, Thomas More, Thomas Cromwell y Thomas Cranmer.
Se ha dicho en demasiadas ocasiones que fue Enrique quien rompió con la obediencia al Papa de Roma, y es cierto; pero no es menos verdad que sin la ayuda de Cromwell y Cranmer, esto no hubiera sido en modo alguno posible. Enrique tenía poder suficiente para proclamarse Cabeza Suprema de la Iglesia de Inglaterra, pero también la suficiente inteligencia como para saber que era aconsejable contar con el beneplácito de sus consejeros, de la nobleza, e incluso del pueblo inglés, para cumplir sus propósitos. Por otra parte, en 1534 había en Inglaterra un clima social y religioso que favorecía cualquier iniciativa reformista.
El primer hombre en aparecer en la escena política fue Thomas Wolsey; de orígenes humildes, ya había estado al servicio de Enrique VII demostrando su inteligencia, capacidad de trabajo y astucia en varias misiones que le habían sido encomendadas. Enrique VIII, conocedor de esto, lo mantuvo como leal servidor, lo nombró canciller y dejó prácticamente en sus manos todos los asuntos del gobierno; más tarde, convencido de su valía, persuadió al Papa para que lo nombrara cardenal; asimismo le dio el arzobispado de York y la abadía de Saint Albans. La carrera profesional de Wolsey haría correr ríos de tinta; a todas las cualidades antes nombradas, habría que añadir su inconmensurable ambición, y su afán de riqueza y gloria. Afán éste que le granjeará multitud de enemigos en la corte inglesa, y levantará suspicacias entre los cortesanos y embajadores extranjeros. Amigo de los intereses franceses —aspiraba al pontificado y pensaba que la influencia francesa en el Vaticano era determinante para la consecución de sus fines— más que de los españoles, intentó mediar en la política internacional de Enrique desde el principio de su reinado.
Otro hombre clave en la vida de Enrique era Sir Thomas More. Humanista y jurista de primera categoría, se destacó desde bien temprano como un hábil diplomático, capaz de usar la mano dura y la mano izquierda a un mismo tiempo, y con extraordinarios resultados. Al contrario que Wolsey, no tenía delirios de grandeza ni buscaba exhibirse en la corte al lado del rey, muy al contrario: se resistía a instalarse allí, aún habiéndoselo rogado Enrique personalmente en numerosas ocasiones; el autor de Utopía apreciaba sinceramente al joven monarca, e intentó ser para él un buen consejero y contrarrestar, en cierto modo, el excesivo ascendente que tenía el cardenal. Fue él quien ayudó a Enrique a escribir un opúsculo condenando y rebatiendo las ideas de Lutero en 1521, escrito que le valió al rey el título de Fidei defensor. More siempre fue leal a la corona, y devoto de la reina Catalina y de la princesa María. Cuando supo que el rey pretendía repudiar a su esposa, presuntamente por escrúpulos religiosos, More prefirió mantenerse al margen en la medida en que le fue posible. No era partidario del divorcio ni de la nulidad, ni sentía simpatía por Anne Boleyn; no tanto por sus ideas luteranas, sino por cuanto consideraba que la joven estaba socialmente muy por debajo del rey y, por descontado, de la reina. Opinión que compartía con Wolsey y, en general, con todo el pueblo de Inglaterra.
Si Wolsey hizo lo posible —y lo imposible al parecer— por hallar una solución satisfactoria al Gran Asunto del Rey, y More se desentendió del mismo cuanto pudo, quien finalmente intrigó y negoció para que «el divorcio» se llevara a cabo fue Thomas Cromwell. Definido a menudo como un hombre frío y sin escrúpulos, era de origen humilde, al igual que el cardenal y, por recomendación de éste, había entrado en la corte. Compartía con More su afición a las leyes y la estadística, pero por el contrario, Cromwell se inclinaba cada vez más por las ideas reformistas que iban penetrando en la sociedad inglesa traídas por hombres como William Tyndale y otros intelectuales que empezaban a desafiar el poder del Papa de Roma.
El último hombre que participó activamente en la construcción de la nueva Iglesia Anglicana fue Thomas Cranmer. Era un erudito formado en Cambridge, reformista, como Cromwell, y llegó a la corte en 1529, cuando el Gran Asunto del Rey se hallaba en su apogeo. En 1532 fue nombrado arzobispo de Canterbury.

30 de noviembre de 2011

La princesa española

«En un caluroso día del mes de agosto de 1501 embarcó en La Coruña una niña española, de aire formal y grave, que iba a contraer nupcias y entrar a formar parte de una familia inglesa […] La niña, que aún no había los dieciséis años, desconocía en absoluto el idioma inglés y el francés, y las únicas impresiones personales que poseía del joven con quien iban a desposarla se las había proporcionado un pequeño retrato de su prometido.»
Era Catalina la menor de las hijas de Isabel y Fernando, y coinciden los historiadores en señalar el gran parecido de la princesa con su madre: la misma fortaleza de carácter, la misma dignidad regia y la misma piedad cristiana. Y un sentido del deber que le impide cuestionar las decisiones que sobre ella y su destino se toman, acatándolas con sumisión, resignación y paciencia.
Catalina llevó a Inglaterra —y a su suegro, Enrique VII— una dote de 200.000 escudos. «No es de extrañar que, con motivo del desembarco de Dª Catalina en Plymouth en octubre de 1501, el pueblo se congregara a vitorearla. Veían en ella el final de tanta discordia civil […]». La entrada en Londres el 12 de noviembre es un acontecimiento solemne. Edward Stafford, duque de Buckingham, la recibió y saludó cortésmente; entre ellos se estableció una «amistad leal y sin reservas que sólo se interrumpiría con la muerte». Entre el populacho se encontraba un joven Thomas More, que veía en esta alianza matrimonial el comienzo de una era de prosperidad y bienestar para el país.
La gran alianza que se prometía Enrique VII con los españoles apenas duró unos meses; en abril del año siguiente a la llegada de Catalina a tierra inglesa, Arturo moría de tuberculosis, sin que se llegara a consumar su matrimonio.
A partir de entonces no se supo muy bien qué hacer con la Infanta viuda. Los próximos siete años iban a ser muy difíciles para Catalina; el joven príncipe Enrique se desposó con ella un año más tarde, pero no era un compromiso firme, ni había ya un interés por la princesa. El malestar se agudizó al morir Isabel de York, en 1503, a cuya muerte le siguió, en 1504, la de Isabel la Católica. La muerte de estas dos reinas dejó a sus respectivos viudos, Enrique y Fernando, como jugadores de ajedrez sobre el tablero europeo. Más preocupado por las ambiciones de su yerno, Felipe de Habsburgo, el rey católico se olvidó de su hija Catalina, y desatendió cualquier necesidad o ruego proveniente de ella. Por su parte, Enrique VII, una vez muerto Felipe, aspiraba a contraer nupcias con Juana de Castilla, que si bien no era apta para gobernar, sí lo era para casarse de nuevo; las riquezas de la Corona castellana le resultaban muy apetecibles al rey Tudor. Entre los anhelos de uno y las ambiciones de otro, Catalina se sumía en la aflicción, pues nadie parecía reparar en su existencia, y apenas tenía qué comer o con qué vestirse.
Todo esto cambió en 1509 con la muerte del viejo rey. El joven Enrique le sucedió, y al poco tiempo decidió finalmente casarse con la mujer viuda de su hermano.
«Fueron las gracias y los dones personales de aquella infanta, junto a su alcurnia dinástica, lo que pesó en el ánimo del joven rey para casarse con ella […], su prestancia tan modestamente elegante, su encantadora sonrisa abierta a todos, sus grandes conocimientos intelectuales y domésticos, todavía no implantados en la vida inglesa… Tanto él como su corte necesitaban aquel sello específico, tan distinguido y personal, que ninguna otra princesa parecía capaz de ofrecer."
Probablemente Enrique no llegó nunca a amar a Catalina, ni nadie, honestamente, esperaba que hubiera amor entre ellos. En el siglo XVI los matrimonios eran una cuestión política, y en contadas excepciones había una auténtica afinidad entre los contrayentes; la mayoría de las veces éstos se conocían a los pocos días del enlace, o incluso el mismo día en que se desposaban. La naturaleza carnal de Enrique y la excesiva piedad de Catalina propició que, desde bien temprano, él buscara la compañía de otras mujeres, con frecuencia damas de la corte. La reina no era ajena a los deseos del rey, pero estaba en su naturaleza y en su deber «hacer la vista gorda y oídos sordos» a lo que ocurría a su alrededor. Los rumores y los «dimes y diretes» sobre la concupiscencia del rey no podían ni debían alterar su regia dignidad.
Por otra parte, hay que reconocer que Enrique hacía partícipe a su esposa de las decisiones del gobierno, y buscaba su beneplácito como garantía para no errar. Asimismo, buscaba su compañía en pasatiempos tales como la música, la danza o la cetrería, en las que ambos rivalizaban en habilidad. Catalina era, por lo demás, una consumada latinista y, al igual que Enrique, simpatizaba con los humanistas que llegaban a la corte y a los que Enrique agasajaba sin reparar en gastos. Puede decirse que, durante los primeros años, hubo entre ellos un trato cordial y respetuoso, y cierta clase de amor fraternal.

28 de noviembre de 2011

Infancia y juventud de Enrique VIII, por Julia Siles Ortega

Éste es el primer "capítulo" o "apartado" de un trabajo académico sobre el monarca inglés que realicé en el otoño de 2009 para Historia Moderna Universal. Está desglosado en varias partes y os las iré posteando en los días siguientes... como veis, ya en ese momento el germen de la novela estaba en mi mente, y este pequeño ensayo no es más que una gota en el océano de la numerosa bibliografía que se ha escrito sobre la dinastía Tudor. Confío en que os resulte interesante y os ayude a comprender mejor el período y la realidad social y política en los que se ambienta la novela.

© Julia Siles Ortega. 2009. Universidad de Barcelona.


El lector profano que se aproxima a la figura de Enrique VIII Tudor conserva de él la imagen estereotipada que nos ha legado Hans Holbein: un monarca gordo y rubicundo, que exhibe una expresión cínica y, desde una posición altiva y privilegiada, mira al espectador con el mismo desdén que miraba a sus súbditos. Ese cuadro hace difícil recordar que una vez Enrique fue niño y, más tarde, adolescente. Se apasionaba por la danza, la música, la caza y los torneos medievales. Y se miraba en el espejo de los grandes héroes de la literatura clásica y medieval.
En un principio no se pensó que el muchacho rubio, de ojos azules, con un porte y actitud caballeresca, innegable encanto, y una egolatría apenas disimulada fuera a sentarse en el trono de Inglaterra. El heredero era su hermano Arturo, Príncipe de Gales, cinco años mayor que él, pero débil de aspecto y tísico. No obstante eso, Enrique VII y su esposa, Isabel de York, tenían puestas todas sus esperanzas en el primogénito y ya a finales del siglo XV habían concertado su unión con Catalina de Aragón, la menor de los hijos de los Reyes Católicos.
Mientras en la corte se organizaba todo para la inminente boda, que suponía una importante alianza entre Inglaterra y el floreciente y sólido reino instaurado por Isabel y Fernando, Enrique, bajo la tutela de Margaret Beaufort, su abuela materna, recibía la esmerada educación que se le exigía a cualquier príncipe del Renacimiento. Enrique aprendió rápidamente el latín, y hablaba el italiano y el francés con soltura, en buena parte debido a las conversaciones que mantenía con su padre en esta lengua. Su preceptor fue John Skelton, pero ya empezaba a beber de las fuentes del humanismo erasmista, muy de moda en la Europa renacentista, de espíritu reformador, pero muy lejos de la ruptura con el dogma católico. En palabras de A. Maurois, «La Inglaterra del siglo XVI no era antirreligiosa; era anticlerical». Lo que Erasmo, Colet, Linacre y otros intelectuales deseaban no era una nueva Iglesia, sino un clero nuevo: más austero y espiritual; menos corrupto y no tan codicioso.
El mismo Enrique era, en su niñez y adolescencia, un católico piadoso en extremo; de hecho, en algún momento se planteó la posibilidad de que el muchacho hiciera carrera en la Iglesia, pero tal idea se abandonó totalmente al morir el príncipe Arturo en 1502.
De repente, aquel muchachito de diez años estaba llamado a heredar la corona de su padre; eso, sin duda alguna, satisfacía su inmenso ego, pero, como contrapartida, lo situaba bajo la estricta supervisión de su padre. Ya no era tan sólo un príncipe más; era el futuro rey, y debía aprender a gobernar un reino y perpetuar la dinastía.
No era éste un asunto baladí en la política del siglo XVI; para cualquier monarca europeo, un descendiente varón era una garantía de estabilidad y solidez frente a las potencias extranjeras por un lado, y las luchas intestinas, entre facciones nobiliarias, por el otro. Para los Tudor, el asunto revestía una importancia y una urgencia especiales. La Dinastía no había empezado con buen pie; Enrique VII había sido coronado rey en el campo de batalla, después de derrotar a los ejércitos de Ricardo III en Bosworth en 1485. Era heredero de la casa Lancaster, y descendiente de Eduardo III por la rama materna, pero gran parte de la nobleza cuestionaba su legitimidad como rey, y su derecho a ocupar el trono. El matrimonio con Isabel, heredera de la casa de York hizo muy poco por mejorar la situación. Los nacimientos de los dos hijos varones dieron a Enrique cierta tranquilidad en este sentido, pero una vez muerto Arturo, la responsabilidad del destino de Inglaterra iba a recaer en su hijo menor.
Enrique VIII subió al trono en abril de 1509; más aficionado a los juegos, las danzas, la música y los placeres carnales que a los asuntos políticos, delegó todo el trabajo «rutinario y aburrido» de gobernar en Thomas Wolsey. No es que no fuera a tomar decisiones trascendentales, o que no se tomara en serio su responsabilidad como rey; simplemente, al contrario que su padre, no estaba dispuesto a pasar sus mejores años encerrado en un despacho, con montañas de papeles por única compañía.
Ansiaba combatir y conquistar; imaginativo e impetuoso, su ídolo era Enrique V, y anhelaba igualar —e incluso superar— sus hazañas en la batalla de Azincourt. En 1513 partió para Calais con la intención hacer valer su derecho al trono de Francia; la campaña se inició con un gran despliegue de tropas con él al frente. Se conquistaron las plazas de Thérouanne y Tournais, pero sin heroísmo ni ninguna batalla digna de ser recordada. Mientras tanto, en Inglaterra, quedó como regente Catalina; los conflictos escoceses se saldaron con la Batalla de Flodden, en septiembre de 1513, con una aplastante victoria de Inglaterra.
Después de la muerte de Luis XII de Francia, que dejó viuda a la hermana de Enrique, María Tudor, Francisco I fue el protagonista indiscutible de la política francesa de la primera mitad del siglo. Enrique no lo ignoraba y buscó una alianza con él, alianza propiciada por Wolsey, que parecía proteger los intereses franceses más incluso que los de su rey. Ambos monarcas se reunieron en El Campo del Paño de Oro, a poca distancia de Calais, en la zona de Francia que todavía pertenecía a los ingleses. En este encuentro los dos monarcas ocuparon la mayor parte de su tiempo en rivalizar en riqueza y vanidad personales. Pero no todo fueron bailes y festejos; en esa «cumbre» también se hizo política: se ratificó el tratado matrimonial de la princesa María, que para entonces contaba sólo cuatro años, con el Delfín de Francia, no mucho mayor que ella.
El reinado de Enrique fue muy distinto al de su padre; si éste era avaro, Enrique iba a dilapidar alegremente la herencia Tudor. Si el viejo rey era desconfiado y prefería llevar él mismo las riendas del gobierno, Enrique dejó gran parte del suyo en manos de otros mientras se ocupaba en diversiones cortesanas, y en proteger y promocionar a los humanistas a los que tanto admiraba.
Nada más sentarse en el trono, y para ganarse el amor del pueblo, hizo ejecutar a dos de los ministros más impopulares de Inglaterra: Empson y Dudley. Empezó así con muy buen pie su gobierno. Sin embargo, la nobleza estaba descontenta con este nuevo monarca que se rodeaba de gente vulgar sólo porque le divertían y halagaban su vanidad. «El duque de Buckingham se quejó, no sin razón, de que el rey “diera honorarios, cargos y recompensas a chicos en lugar de a nobles”. Había, sin embargo, un buen motivo que justificaba esta actitud de Enrique; al igual que su padre, desconfiaba de una nobleza que, por su sangre real, podía discutirle, e incluso quitarle el trono. Prefería mantenerlos ocupados en tareas políticas y administrativas.
Buckingham estaba resentido con esta situación, y no menos con el rápido y fulgurante ascenso de Thomas Wolsey que, de «hijo de carnicero», había llegado a ser canciller y cardenal, y cuya vida y ambiciones resultaban ofensivas para el duque. Enrique recelaba de él, y Wolsey lo convenció de que había un complot urdido contra él. El duque fue juzgado por un tribunal presidido por Norfolk y condenado a muerte por alta traición. Fue decapitado en Tower Hill el 17 de mayo de 1521.

9 de octubre de 2011

Bodas Reales



En la Edad Moderna, los matrimonios reales se negociaban sin tener en cuenta las preferencias personales de los novios.


© Antonio Fernández Luzón
© Historia National Geographic

En la época que va del Renacimiento al siglo XVIII, los príncipes y reyes de Europa no se casaban como la gente común. En ese período, más incluso que en otros anteriores, lo que determinaba un enlace matrimonial en una casa real eran los imperativos políticos. La atracción mutua e incluso el consentimiento de las partes eran ignorados, y los jóvenes casaderos de ambos sexos eran simples peones en las alianzas que las diversas monarquías europeas establecían entre sí.
Los enlaces se negociaban a menudo desde una edad muy temprana, y a los futuros esposos se les preparaba desde niños para su destino de mayores. No era insólito que las princesas viviesen desde niñas en la corte a la que estaban destinadas, a fin de que conocieran las costumbres y la lengua del país. A la escocesa María Estuardo la trasladaron a Francia en 1548, con 6 años de edad, para que fuese educada por sus futuros suegros Enrique II y Catalina de Médicis. Del mismo modo, los matrimonios a veces se precipitaban e ignoraban las diferencias de edad. En 1515, el emperador Maximiliano I acordó el enlace de Ana Jagellón, que contaba 12 primaveras, con cualquiera de sus dos nietos, Carlos y Fernando, con la condición añadida de que si al cabo de un año se rompía el compromiso con los dos archiduques, Ana se casaría con el propio Maximiliano, de 56 años.

MADRES ADOLESCENTESEl casamiento precoz de adolescentes de entre 12 y 15 años, que en las familias plebeyas constituía un hecho excepcional, se convirtió en una costumbre en las casas reales y ducales de Europa. Ello hacía que las princesas quedaran expuestas a tener hijos a edad muy temprana, en una época en que los partos entrañaban mucho peligro. Claudia de Francia, esposa de Francisco I de Francia, dio a luz a siete hijos, el primero a los 15 años y el último, que le costó la vida, a los 24. Se ha calculado que la mitad de las soberanas europeas casadas cuando tenían menos de 16 años fallecieron antes de los treinta.
A la hora de casarse, los príncipes eran un juguete en manos de sus padres y las parejas se prometían sin conocerse. Sin embargo, no todo se hacía «a ciegas». Los diplomáticos, al negociar los enlaces, no olvidaban informar sobre las cualidades físicas de novios y novias. También existían los retratos. Isabel la Católica, por ejemplo, al principio de las negociaciones para su matrimonio con Fernando de Aragón, recibió del enviado de éste un medallón con un retrato suyo en miniatura, lo que, sin duda, la predispuso a favor del apuesto príncipe aragonés, de la misma edad que ella (ambos rondaban los 18 años), en vez de su otro pretendiente, el rey de Portugal, veinte años mayor. En cambio, los retratos de Carlos II no podían disimular sus malformaciones y sus dos esposas, la francesa María Luisa de Orleans y la alemana Mariana de Neoburgo, hubieron de vencer una evidente repugnancia por el partido que su familia les había negociado.
Los enlaces reales estaban rodeados de interminables formalidades legales. Los representantes de los consortes negociaban los capítulos matrimoniales en los que se fijaba la dote, los privilegios de que gozaría la reina en su nuevo país, los derechos dinásticos a los que a menudo debía renunciar… Una vez resuelto esto, tenía lugar la boda.

EL PRIMER ENCUENTRO
Como lo normal era que los novios fueran de países diferentes, la realeza recurrió de forma sistemática a un matrimonio «preliminar» que no exigía la presencia de ambos contrayentes: la boda por procuración o por poderes. El novio enviaba al país de la novia a un príncipe o gran noble que actuaba en su lugar, tanto en la ceremonia eclesiástica como, a continuación, en la alcoba, donde deslizaba una pierna o un brazo en el lecho nupcial como símbolo de que el matrimonio se había consumado. A continuación, la princesa, considerándose legalmente casada, emprendía el viaje a su nuevo reino con gran aparato, acompañada por un enorme séquito de damas y nobles ricamente ataviados. En la frontera se procedía a la protocolaria ceremonia de entrega y luego era acompañada por un lucido cortejo hasta su encuentro con el rey.
Antes de la boda propiamente dicha se permitía que los novios se vieran por primera vez. Era un momento que propiciaba la galantería y el romanticismo, incluso la pasión. Juana la Loca, al llegar a Flandes para casarse con Felipe el Hermoso, se entrevistó en «secreto» con su prometido. Felipe, al saludar a su prometida, que iba cubierta con un velo, le dijo: «No he visto nunca manos más bellas que las vuestras, mademoiselle.» Sin poder esperar más, los dos jóvenes (ella tenía 16 años y él 18) llamaron a un sacerdote para que los casara y se embarcaron en un «viaje de novios» por Brabante antes de la ceremonia oficial, que tuvo lugar dos días después.
La ceremonia de la boda regia constaba de varias fases. El primer acto consistía en la lectura y firma de las capitulaciones matrimoniales. A continuación se procedía al desposorio, mediante el que las partes otorgaban solemnemente su consentimiento al matrimonio. Tenía, por así decirlo, fuerza de contrato social y tras su celebración se podía hacer vida marital. Después (y podían pasar varias horas o días) se efectuaban las «velaciones», así denominadas porque los cónyuges iban cubiertos con un velo durante la ceremonia eclesiástica que santificaba la unión conforme a las leyes del derecho canónico.
Como el fin último del matrimonio era la procreación, el ritual civil y sagrado antes descrito no era válido hasta que no se produjese el primer trato carnal. A veces, para tener la garantía de que la consumación se realizaba, el débito conyugal se llevaba a cabo ante testigos. Fue el caso de los futuros Reyes Católicos, cuya noche de bodas discurrió ante ojos escrutadores, como contaba un cronista: «Esa noche fue consumpto entre los novios el matrimonio, donde se mostró cumplido testimonio de su virginidad e nobleza en presencia de jueces e regidores e caballeros, según pertenecía a reyes.»

PAREJAS BIEN AVENIDAS
Nada garantizaba que en estos matrimonios de conveniencia no hubiera incompatibilidad de caracteres o falta de atracción mutua. Luis XIV, por ejemplo, mostró enseguida una visible indiferencia por su esposa española, la poco agraciada María Teresa de Austria, para pasar de brazos de una amante a otra. Aún así, a veces podía surgir la «chispa». El enlace de Carlos V con Isabel de Portugal, resultado de urgencias económicas y de intereses políticos, devino en un amor conyugal idílico. Los hijos del emperador habidos fuera del matrimonio pertenecen a su época de soltero o son posteriores a su viudez. Para mantenerse fiel a la emperatriz y resistir las tentaciones que le asaltaban durante sus numerosos viajes, Carlos V solía mortificarse con disciplinas.
Otro ejemplo, en el siglo XVIII, fue el de Fernando VI y Bárbara de Braganza. Los diplomáticos decían que la princesa portuguesa era «extremadamente fea» y que a Fernando lo habían engañado enviándole retratos demasiado favorecedores; pero su elegancia, su cultura y su delicadeza personal le ganaron enteramente el afecto de su esposo y de sus súbditos. ■

19 de agosto de 2011

Ana Bolena: de reina de Inglaterra al patíbulo. Antonio Fernández Luzón




Atractiva y decidida, logró el amor incondicional de Enrique VIII, que no dudó en romper con Roma para casarse con ella; pero su incapacidad para dar un heredero al monarca le costó la vida.


© Antonio Fernández Luzón


Ana Bolena se arrodilló ante el rey, y éste le puso un manto de terciopelo carmesí y una corona de oro; además, le otorgó 1.000 libras al año «para el mantenimiento de su dignidad». Ese 1 de septiembre de 1532, Enrique VIII había dado un paso insólito: había encumbrado a una mujer a par del reino. Era una dádiva de amor ofrecida como recompensa a la entrega de una dama que, tras años de entereza y previendo su pronto matrimonio, había accedido, por fin, a ser la amante del soberano, que entonces estaba casado con Catalina de Aragón, tía del emperador Carlos V.
La pareja pasó la Navidad en su casa de campo de Greenwich. En la noche de Reyes se sirvió un banquete tan espléndido que fue necesario habilitar cocinas provisionales en los jardines. Poco después, Ana sintió un intenso deseo de comer manzanas y se dio cuenta de que estaba embarazada. Como no querían que su hijo naciese fuera del matrimonio, y aunque el rey seguía casado con Catalina de Aragón, un capellán los desposó en secreto a finales de enero de 1533.
¿Quién era esa mujer capaz de subyugar a un poderoso monarca del Renacimiento, culto y despótico? ¿Cómo llegó a convertirse en la reina consorte más recordada de Inglaterra? Nacida en 1501, Ana Bolena adquirió una excelente formación: primero en la corte de Margarita de Austria y luego en Francia, donde fue dama de honor de María Tudor —hermana de Enrique VIII y esposa de rey galo Luis XII— y después de la reina Claudia, la esposa de Francisco I.
Además de modales cortesanos y cultura, tal vez aprendió otras habilidades más dudosas en la promiscua corte de Francisco I. En 1533, éste dijo en confianza al duque de Norfolk «cuán poco virtuosamente había vivido siempre Ana». El propio Enrique VIII confesó al embajador español, en 1536, que su mujer había sido «corrompida» en Francia y que él no lo descubrió hasta que empezó a tener relaciones sexuales con ella.


UN REY A SUS PIES
Comoquiera que fuese, tras su regreso a Inglaterra en 1525 Ana no tardó en atraer la atención de Enrique. Bella e inteligente, hablaba francés con soltura y poseía conocimientos de latín; destacaba en la danza, la música y la poesía, y vestía a la última moda. Enrique le declaró su amor en 1526, pero ella se negó a ser su concubina porque sabía «lo pronto que se hartaba el rey de las que le habían servido como queridas». En realidad, Ana aspiraba a ocupar el trono de Inglaterra y, en consecuencia, coqueteaba con el monarca, se hacía de rogar o se dejaba querer, pero rehuía la consumación carnal. De la pasión que despertaba en el rey son testimonio las cartas que él le escribió entre 1527 y 1529, en una de las cuales decía: «Deseo estar en los brazos de mi amada, cuyos bonitos pechos espero besar dentro de poco… Confío gozar de aquello que tanto he anhelado, con satisfacción de ambos».
En 1528, Ana Bolena actuaba ya como si fuera la reina. Se sentaba en el asiento de ésta en los banquetes, y lucía espléndidas joyas y suntuosos vestidos de color púrpura, el color reservado para la realeza. Se le rendía mayor homenaje que a Catalina de Aragón, cada vez más arrinconada; pero esto no le bastaba. En una ocasión en que Enrique cenó con la reina, Ana armó un escándalo y le expresó airada sus quejas por las tortuosas demoras en la anulación del vínculo marital que le unía a Catalina. Incluso insinuó que le dejaría y declaró que estaba malgastando su juventud «inútilmente».
El problema de la nulidad matrimonial polarizó la opinión entre la nobleza y provocó una porfiada lucha por el poder. En aquel momento existían tres facciones en la corte: quienes seguían al cardenal Wolsey, aún ministro principal, y apoyaban al rey; los conservadores, que secundaban discretamente a la reina Catalina; y la facción de los Bolena, que pronto sería la más poderosa y lideraban la propia Ana, Thomas y George Bolena, y sir Francis Bryan.


UNA CORONACIÓN FASTUOSA
Absolutamente comprometida con la causa de la Reforma protestante (Chapuys, embajador de Carlos V, la describió como «más luterana que el propio Lutero»), Ana logró derrocar a su enemigo, el cardenal Wolsey, cuya caída, en octubre de 1529, propició el ascenso de Thomas Cranmer. Éste desencallaría la espinosa cuestión del «divorcio» de Enrique y sería recompensado con el arzobispado de Canterbury.
El 1 de septiembre de 1532, Enrique y Ana visitaron al rey de Francia, Francisco I, con vistas a recabar su apoyo para un matrimonio al que se oponían Carlos V y el papa Clemente VII. Ana triunfó totalmente: lució un fastuoso vestuario y llevó las joyas de las reinas de Inglaterra, arrancadas por la fuerza a Catalina.
A principios de 1533, y tras su boda secreta con Enrique, Ana era reina a todos los efectos menos de nombre. Cranmer acudió en su ayuda y propuso medidas radicales para legalizar la situación. Así, en abril el Parlamento aprobó el Acta de Restricción de Apelaciones, la primera de las leyes que acabarían provocando el cisma inglés y la creación de la Iglesia anglicana. El papa quedaba desautorizado para juzgar el litigio matrimonial de Enrique, y Catalina de Aragón ya no podría apelar al Vaticano contra las decisiones tomadas por las autoridades religiosas inglesas. El 23 de mayo, el arzobispo Cranmer convocó un tribunal eclesiástico que declaró nula la unión del rey con Catalina, y, cinco días después, sentenció que la boda entre Enrique y Ana era válida y legítima.
La apoteósica coronación de Ana Bolena superó en esplendor a la de todas sus predecesoras. El 31 de mayo, vestida de paño de oro y armiño blanco, hizo su entrada en Londres y recorrió la ciudad en una procesión que se extendía a lo largo de más de medio kilómetro. Los arcos triunfales y los espectáculos organizados en su honor loaban la castidad de la nueva soberana y expresaban la esperanza de que diera a luz hijos varones que continuasen la dinastía Tudor.
La facción de los Bolena estaba en el cenit de su poder. La religión, el arte y todos los aspectos de la cultura cortesana se utilizaron para exaltar la imagen de la nueva reina. Ana usó su influencia para promover la Reforma y marcó la pauta intelectual de la corte favoreciendo a eruditos comprometidos con el anglicanismo. Rara vez se la veía en público sin un devocionario en las manos y dio a sus damas un librito de rezos que podía llevarse colgando del cinturón.


LA CAÍDA EN DESGRACIA
En el verano de 1533, Ana se enteró de que Enrique tenía un escarceo con una bella dama, hecho habitual cuando sus esposas estaban embarazadas. A diferencia de Catalina, le afeó su conducta y usó palabras que no gustaron nada al rey. Éste, furioso, le dijo que debía «aguantarse como habían hecho otras mejores que ella», advirtiéndole que podía hundirla tan rápidamente como la había encumbrado. El nacimiento el 7 de septiembre, no del esperado varón, sino de una hija (la futura Isabel I), no contribuyó a mejorar la relación entre los esposos. Tal como informó el embajador veneciano, «el rey está ya fatigado hasta la saciedad de su nueva reina».
Sin embargo, había que acabar con la oposición al matrimonio real. En 1534 el parlamento dictó un Acta de Supremacía que consagraba al rey como Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, cortando definitivamente el vínculo entre Enrique y Roma, y luego otorgó la sucesión a la princesa Isabel en detrimento de María, hija de Catalina. Todo el que no jurara estas disposiciones podía ser condenado a muerte por alta traición. Así, cayeron las cabezas de quienes, como Tomás Moro, se opusieron a ello.
Pero después de sufrir un aborto, Ana se vio sometida a una gran presión. Enrique, frustrado porque no le daba el ansiado hijo varón, se entregó a «bailes y mujeres más que nunca», se mostraba cada vez más irritado ante las quejas de la reina y, a fines de 1535, inició un romance con Jane Seymour. El fuego amoroso del rey por su esposa ya se había extinguido, pero ésta se convirtió en un problema político tanto en el interior, por su impopularidad, como en el exterior, ya que tras la muerte de Catalina representaba un obstáculo para el acercamiento entre Enrique y el emperador Carlos V que defendía el primer ministro Thomas Cromwell.
El 30 de abril de 1536, mientras Ana, embarazada de nuevo, estaba en Greenwich Park, Cromwell le tendió una trampa y presentó ante el rey pruebas, al parecer incontestables, de que la reina había seducido a Smeaton y a otros miembros de su Consejo Privado, incluido su propio hermano. Aún más, había tramado un regicidio para casarse con uno de sus amantes y gobernar como regente del hijo que llevaba en su seno.
La mayoría de los historiadores considera infundadas las 22 acusaciones de adulterio que se presentaron en contra de Ana Bolena y es improbable que conspirara para asesinar al rey, que era su principal valedor y fuente de poder. Sin embargo, su reputación de mujer frívola, su gusto por la compañía masculina, y su indulgencia con el galanteo y los juegos del amor cortés hicieron que el monarca y muchos otros la creyeran culpable. Un tribunal presidido por su tío, el duque de Norfolk, y en el que figuraba su propio padre la condenó a muerte. Fue decapitada el 19 de mayo de 1536; Enrique sólo esperó diez días para casarse con Jane Seymour. ■