Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

20 de mayo de 2013

Isabel I


Hoy os presento a un personaje clave en el reinado de María. Por supuesto, mi novela sólo reflejará la infancia y la juventud de la princesa. Pero su papel en la historia de Inglaterra es innegable, y por ello me ha parecido oportuno postear este artículo de Jesús Villanueva, donde el autor explica con sumo detalle y rigor los rasgos más relevantes de la personalidad y el reinado de Isabel I. 

Con su carácter independiente y su exquisita educación, Isabel I marcó toda una época de la historia de Inglaterra. Coronada a los 25 años, asombró a toda Europa con su empeño en permanecer soltera, como la Reina Virgen.

© Jesús Villanueva

«¡Oh Dios mío! ¡La reina es una mujer!» Esto es lo que exclamó uno de los súbditos de Isabel de Inglaterra al ver por primera vez a su soberana después de su coronación. Corría el año 1558, y comentarios de ese tipo reflejaban el temor de muchos ingleses al futuro. Poco podían imaginar que los 45 años de reinado de Isabel corresponderían a uno de los períodos más brillantes de la historia de Inglaterra. La Reforma protestante emprendida por su padre Enrique VIII se consolidó definitivamente; se inició el despegue mercantil que llevaría a la hegemonía mundial británica del siglo XVIII, y la monarquía se afirmó como potencia autónoma en la política europea, tras una serie de conflictos que culminaron en la victoria sobre la Armada española en 1588. También fue el período del gran florecimiento literario de los Spenser, Sidney, Marlowe, Johnson y, por supuesto, Shakespeare. La poderosa personalidad de Isabel I encarnó este momento de esplendor, dando a la corte inglesa un brillo como nunca había tenido. El comentario un tanto misógino del temeroso súbdito de 1558 nos pone también sobre la pista de una de las claves del reinado de Isabel: el de su condición de mujer y, más concretamente, la manera en que Isabel logró sobreponerse a los prejuicios antifemeninos de la época para consolidar su poder y aumentar su prestigio.



UNA VIDA DE INTRIGAS, GUERRAS Y REVUELTAS

Aunque tras su muerte todos celebraron sus logros, hubo momentos en que Isabel temió por su poder y hasta por su vida. Las intrigas internas y externas nunca cesaron de acecharla.
1554. Prisionera. A los 21 años es encerrada en la Torre de Londres, acusada de traición contra María Tudor.
1558. Coronación. Accede al trono inglés después de la muerte de sus hermanos Eduardo VI (1553) y María Tudor.
1569. Rebelión del norte. El duque de Northumberland encabeza una gran sublevación católica.
1588. Armada Invencible. La flota invasora organizada por Felipe II fracasa antes de abordar las costas inglesas.
1601. Rebelión de Essex. Rebelión del duque de Wessex, antiguo favorito de Isabel, que fracasa y es ejecutado.
1603. El fin de una época. Isabel I muere a los 70 años. Es enterrada en la abadía de Westminster.

UNA MUJER EN EL TRONO
Para entender las iniciales reacciones negativas al acceso al trono de una mujer, hay que empezar teniendo en cuenta la situación peculiar de Inglaterra. No había allí leyes que prohibieran la sucesión femenina, pero a la vez faltaban precedentes medievales que pudieran servir de modelo: no hubo figuras como las de María de Molina en Castilla o Blanca de Castilla en Francia. Además, la historia reciente tendía a confirmar la idea de los peligros de la intervención de las mujeres en política. Aún estaba fresco el recuerdo de las seis esposas de Enrique VIII, varias de las cuales se dejaron implicar en las turbulencias del reinado; entre ellas, claro está, la madre de la misma Isabel, Ana Bolena, ejecutada cuando su hija tenía tres años, por haber conspirado supuestamente contra el rey.
Poco después vino el reinado de María Tudor (1553-1558), odiada por su implacable represión de los protestantes. Precisamente contra María escribió John Knox, un agitador protestante escocés, un panfleto cuyo título lo dice todo: Alarma contra el monstruoso gobierno de las mujeres, aunque el autor se cuidaría luego de aclarar que sus reproches en modo alguno se dirigían contra la nueva soberana inglesa.
No puede decirse que, una vez tomadas las riendas del gobierno, Isabel acabara con todas las reticencias respecto a su condición femenina. Los documentos privados de sus ministros recogen continuas quejas por tener que servir a una mujer y estar pendiente de sus caprichos. El motivo habitual de estos lamentos era la legendaria irresolución de Isabel. Tras aprobar una medida, la reina era capaz de desdecirse al día siguiente (si no una hora después), obligando a rectificar todo lo que sus servidores habían empezado a ejecutar, y creando así un caos que a muchos de estos ministros, según decían ellos mismos, no les dejaba dormir. Pero sería difícil justificar que este fuera un defecto «femenino»: los ministros de Felipe II de España se quejaban más o menos de lo mismo.

LOS FAVORITOS DE LA REINA
Otro inconveniente que se relacionó con su sexo fue la presencia a su lado de ciertos favoritos con los que Isabel mantenía relaciones de franco coqueteo, aunque sin sobrepasar nunca el decoro cortesano, sobre el que ella misma velaba. El ascenso, para algunos, escandaloso, de Robert Dudley, Christopher Hatton y el conde de Essex se debió exclusivamente al favor de la soberana, a veces contra el parecer de sus ministros ordinarios. Igualmente, algunos visitantes resaltaban su vanidad y sus arranques de celos; no permitía, por ejemplo, que ninguna mujer de la corte, empezando por sus damas de honor, vistiera mejor o estuviera más acicalada que ella. Tratándose de una reina, podría pensarse que todo ello formaba parte de la dignidad de su cargo.
En realidad, tales críticas tenían poco que ver con la condición de mujer de Isabel. Eran más bien desahogos, inocentes o malévolos, de quienes debían tratar con una soberana absoluta, y que además se comportaba como tal. El caso de Isabel de ningún modo puede compararse al de María Estuardo, reina de Escocia, de la que se decía que se dejó seducir por un cortesano y permitió luego que éste tramara el asesinato del rey consorte en 1567. El incidente la llevaría a ser apresada por sus súbditos escoceses y luego a evadirse a Inglaterra, confiando en la protección de Isabel, que sin embargo prefirió mantenerla bajo custodia. Años después, la implicación de María en una conspiración católica contra Isabel la llevaría a ser juzgada y condenada a muerte, aunque la ejecución se hizo sin que Isabel, en un ejemplo típico de sus vacilaciones, hubiera firmado la orden: sus consejeros tomaron la decisión por su cuenta, lo que enfureció enormemente a la reina y estuvo a punto de provocar una seria crisis política.
No, Isabel no se parecía en nada a María. La volubilidad y la temeridad de ésta se tornaban firmeza implacable y a la vez sabia prudencia en la soberana inglesa. Si se mantuvo en el trono durante casi medio siglo fue gracias a una gran inteligencia política y a unas dotes intelectuales que todos los que la trataron coincidieron en apreciar.

DEFENSA Y EXPANSIÓN DE INGLATERRA
La vida de la reina Isabel se desarrolló principalmente en el sur de Inglaterra, en la cuenca del Támesis, donde se localizaban los diversos palacios que poseían ella y sus favoritos y ministros. Cada verano la reina emprendía una gira, o progress, para visitar las ciudades o los palacios de sus súbditos, aunque nunca fue más allá de Bristol o Norwich. El resto de las islas Británicas ofrecía menos garantías, y precisamente una de las tareas de Isabel, prolongando la política iniciada por su padre Enrique VIII, fue extender y afianzar el dominio inglés. El norte de Inglaterra permanecía en gran parte adicto al catolicismo, como prueba la revuelta fallida del duque de Northumberland en 1569-1570. En Escocia, Isabel evitó la injerencia directa, limitándose a retener a la reina María después de la derrota de ésta en la batalla de Langside. Los mayores quebraderos de cabeza le vinieron de Irlanda, país integrado en la corona inglesa desde los siglos XII-XIII, al igual que Gales. A finales de siglo estalló una gran rebelión contra la ocupación inglesa, encabezada por Hugh O’Neill, conde de Tyrone. El conde de Essex, favorito de Isabel, fracasó lamentablemente en su expedición de castigo. Fue el barón de Mountjoy quien puso fin a la revuelta derrotando en Kinsale a los irlandeses y a las fuerzas españolas que habían acudido en ayuda de éstos.

UNA EDUCACIÓN SELECTA
Esas dotes le venían de la infancia, de una cuidada educación que acertó a desarrollar aptitudes naturales innegables. Bajo la tutela de humanistas como William Grindal o Roger Ascham, Isabel adquirió un dominio excepcional de las lenguas. Entre las modernas, escribía y hablaba con fluidez el francés y el italiano (la primera carta suya conservada la escribió a los once años en este último idioma). El latín no sólo lo leía, sino que lo escribía y hasta lo hablaba con perfecta fluidez, y ya en edad avanzada fue capaz de improvisar todo un discurso en la lengua del Lacio ante un asombrado embajador. El griego, en cambio, se dice que lo hablaba sólo «moderadamente».
Se conservan asimismo varios poemas de ella, en inglés, de notable mérito, y algunas traducciones breves en verso. Gran amante de la música, llegó a componer algunas piezas en su juventud y fue una consumada intérprete de la lira y el laúd. La afición por la danza la mantuvo hasta edad muy avanzada. Isabel era, pues, un modelo de la cultura cortesana del Renacimiento, y sus gustos hicieron mucho por convertir la corte inglesa en un modelo de refinamiento, equiparable con el de la monarquía de los Habsburgo y el de la Francia de los Valois.
Otra herencia de la infancia de Isabel fue su sincera adhesión al protestantismo, a través de lecturas que alimentaron una profunda piedad. Nada más llegar al trono impuso un compromiso religioso que significó la victoria definitiva de la Reforma en Inglaterra. Pero lo hizo con moderación, en contra de las tesis más radicales de los puritanos y de buena parte de sus ministros de confianza. Así, rechazó toda persecución contra los católicos mientras éstos no conspiraran contra la monarquía, y en política exterior se mostró reticente a implicarse a fondo en la rebelión de los calvinistas holandeses contra España o, ya antes, de los presbiterianos escoceses contra la católica María Estuardo.
En fin, en su infancia y adolescencia Isabel aprendió una lección de supervivencia política que nunca olvidaría. Desheredada tras la ejecución de su madre, su hermano Eduardo VI, al llegar al trono, llegó a acusarla de complicidad en una conjura. Muerto prematuramente Eduardo, hubo de enfrentarse a los recelos de su hermana María. Nuevamente acusada de conspiración, pasó un año prisionera en la Torre de Londres. Más tarde Isabel recordaría que en ese tiempo llegó a temer por su vida. Se salvó gracias a las conveniencias políticas de Felipe II, marido de María, quien pensó que Isabel era preferible como heredera antes que María de Escocia, aliada de Francia. Todas estas pruebas dieron a su carácter un temple con el que supo enfrentarse luego a todas las adversidades de su reinado.
Así pues, al llegar al trono en 1558 Isabel tenía suficiente experiencia y conocimientos para cumplir con su misión. Considerándose llamada por Dios a esa función, poca importancia podía tener para ella el hecho de ser mujer. Contaba además con las expectativas de paz y reconciliación que suscitaba todo nuevo reinado, aún más en su caso tras la violenta represión antiprotestante auspiciada por su predecesora, católica intransigente.
La coronación y los primeros actos de gobierno de Isabel, incluido el crucial compromiso religioso de 1559, recibieron una aprobación mayoritaria entre sus súbditos. En particular, sus primeras apariciones en el Parlamento dieron prueba sobrada de su fuerza de carácter y su sentido de la dignidad real.

UNA REINA POPULAR
Las buenas impresiones se difundieron rápidamente, e Isabel se cuidaría en lo sucesivo de mantenerlas. De hecho, uno de los secretos de su éxito político residió en su habilidad para comunicarse con sus súbditos, fuera en el Parlamento, en ceremonias locales o en audiencias en palacio. Importancia especial tenía su costumbre de hacer cada verano una gira con toda su corte por el país, sobre todo por el sur, viajes conocidos como progresses. Era una forma de ahorrar gastos, trasladando su manutención a las ciudades o los grandes nobles que la acogían. Pero también servía para mantener el contacto con el pueblo, en un momento en que seguía rigiendo el ideal de unos reyes que daban a sus súbditos libre acceso a su persona, y gustaban de exhibirse ante ellos.
Función parecida tuvieron los torneos que a partir de la década de 1580 se celebraban cada año en el palacio de Whitehall, en el día de la coronación. La nobleza de todo el país acudía a esta gran exhibición caballeresca, abierta igualmente al pueblo común londinense.
Complaciente en muchos aspectos, hubo uno en el que Isabel jamás atendería las demandas del pueblo, de la nobleza e incluso de sus ministros: el de su matrimonio.

LA CUESTIÓN DEL MATRIMONIO
Una reina soltera se consideraba entonces casi una aberración, tanto en términos humanos como por la incertidumbre que planteaba respecto a la sucesión. Isabel, sin embargo, nunca atendió las insistentes demandas de sus súbditos. Desde luego no faltaron los candidatos, tanto los de conveniencia —príncipes de la época como Felipe II, el archiduque Carlos o los duques de Anjou y Alençon, de la familia real francesa— como los que fueron objeto de una preferencia personal, sobre todo Robert Dudley. En varios de estos casos las negociaciones llegaron a avanzar bastante, con el pleno consentimiento de la reina, pero al final los inconvenientes políticos parecieron excesivos, como sus mismos ministros admitieron.
¿Tenía además Isabel motivos personales para no casarse? En su tiempo circularon numerosos rumores sobre supuestos impedimentos físicos para tener hijos, pero quienes conocían más de cerca a la reina los negaban. Lo que no puede negarse es que desde su adolescencia Isabel no mostró ningún entusiasmo por la idea del matrimonio. Cabe pensar que su carácter independiente y su mismo orgullo personal se rebelaban ante la perspectiva de subordinarse a otra persona y perder en alguna medida el puesto de privilegio del que disfrutaba como soberana única. En términos políticos la soltería tenía también ventajas, pues evitaba la formación de bandos en la corte en torno a cada uno de los consortes o de sus posibles hijos. Este fue el mismo motivo que hizo que Isabel se negara a reconocer sucesor hasta hallarse en el lecho de muerte, cuando pareció acceder al nombramiento de Jacobo de Escocia, hijo de la reina María.
En este sentido Isabel no dejaba de tener razón cuando en los primeros años de reinado, en un discurso en el Parlamento, rehuía comprometerse a casarse hablando del matrimonio que había contraído con el reino: la estabilidad y la unidad del país pesaban más en su conciencia que sus posibles deseos personales.
Por cálculo político, pues, podía ser conveniente no casarse. Pero se trataba de una novedad que había que justificar frente a los prejuicios de la opinión pública. Para ello se recurrió al famoso tema de la Reina Virgen. Desde principios de su reinado se habían hecho alusiones a su virginidad. En su discurso de 1559 ante el Parlamento, la misma Isabel llegó a declarar su deseo de que a su muerte se erigiera una lápida con la leyenda: «Aquí yace Isabel, una virgen pura hasta su muerte».
Esto no significa, pese a lo que afirmaron historiadores posteriores, que hiciera una suerte de «voto de virginidad», como demuestra el que en años posteriores Isabel se planteara seriamente el matrimonio con varios pretendientes. Las alusiones a la virginidad en esos primeros años eran más bien una forma de defender su buen nombre, algo totalmente justificado si se tiene en cuenta que corrieron toda clase de maledicencias sobre sus supuestas aventuras sexuales.



EL CULTO ISABELINO
Cuando se desvaneció la posibilidad del casamiento y de tener descendencia, la virginidad cobró un valor distinto en la pluma de los escritores o en el pincel de los artistas. Propiamente fue una forma de divinizar en vida a la soberana.
Se recurrió para ello a modelos clásicos de diosas vírgenes, como Diana o Astrea, pero también se incorporaron elementos del culto católico a la Virgen María. Algunos historiadores han afirmado incluso que el culto a Isabel, renovado cada año en todo el país en el día de su coronación, actuó como un sustituto inconsciente del culto mariano abolido por la Reforma protestante.
Símbolo de unidad nacional, la virginidad de Isabel podía representar también la pureza de la fe mantenida por la Iglesia de Inglaterra frente a la «herejía papista» y la incolumidad de sus fronteras ante agresiones exteriores, como la de los españoles en 1588. En fin, se trataba de un símbolo de permanencia y eternidad del Estado, de la persona pública del rey, frente a la persona privada, mortal como las demás.
En los años finales de su reinado Isabel se identificó cada vez más con esta personificación ideal. Los retratos tendían a borrar de su imagen toda marca del paso del tiempo, como si la historia pudiera detenerse en la «edad de oro» que ella había inaugurado. Pero la historia no se detuvo. Precisamente esos años trajeron consigo una grave crisis económica acompañada de un recrudecimiento de las tensiones políticas en la corte. La rebelión de Essex, su favorito, en 1601  y su inmediata ejecución resultaron de ese clima.
La popularidad de Isabel se resintió de ello, de modo que fueron muchos los que, a su muerte en 1603, saludaron con alivio y esperanza la llegada al trono d su sucesor, Jacobo de Escocia. Pero los errores de Jacobo y su heredero, Carlos I, que condujeron a la guerra civil de 1640, alimentaron enseguida la nostalgia por los buenos tiempos de Isabel, la reina que mejor encarnó el espíritu de su pueblo en un instante decisivo de su historia.

LOS SÍMBOLOS DE LA REINA VIRGEN
Para celebrar sus éxitos políticos, Isabel se hizo representar en una serie de suntuosos retratos. El más fascinante de ellos es sin duda el Retrato del Arco Iris. Pintado hacia 1600 por Isaac Oliver (o quizá por Marcus Gheeraerts) y conservado en Hatfield House, el cuadro presenta a Isabel a la manera de una diosa que sostiene en su mano un arco iris como símbolo de la paz que había traído a su reino. Esta alusión a la paz ha hecho creer a los estudiosos que el modelo de Isabel es aquí Astrea, la «virgen» que anuncia la llegada de la edad de oro en un célebre poema de Virgilio. El poema estaba dedicado al primer emperador de Roma, Augusto; Isabel presentándose como Reina Virgen, de algún modo se afirma también como fundadora del Imperio Británico. La virginidad de la reina está simbolizada por las perlas, el pelo suelto y las alusiones a Diana, mientras que su rostro atemporal, basado en la llamada Máscara de Juventud, le confiere la eternidad de una diosa.

EL DECLIVE DE LA SOBERANA
En sus últimos años Isabel fue perdiendo el control que desde el principio había sabido mantener sobre la corte y el gobierno. En palacio los duelos y los escándalos sexuales se hicieron recurrentes, algo que hubiera sido impensable unas décadas atrás. Al mismo tiempo, un antiguo favorito como el conde de Essex se atrevía a lanzar una rebelión para deponer a la soberana. Isabel castigó la revuelta de forma implacable, pero eran evidentes los signos de agotamiento y hasta de depresión. Un ministro los atribuía a «las muchas malignas conjuras y planes [que] han destruido el dulce carácter de su alteza»; es el mismo mensaje que transmite el cuadro anónimo de la imagen, compuesto hacia el año 1600. Tal situación también se debió al declive físico de la reina. Aunque casi hasta el final siguió practicando la danza y montando a caballo, sus achaques eran crecientes. Tras una recuperación fugaz, a principios de 1603 recayó definitivamente. Murió el 24 de marzo de ese año en el palacio de Richmond. Tres días después llegaba a Edimburgo, la capital escocesa, un mensajero con la noticia: Jacobo VI de Escocia, el hijo de María Estuardo, se convertía en nuevo rey de Inglaterra.










8 de mayo de 2013

La Corte Tudor


© Julia Siles Ortega. 2009


La política de los siglos XVI, XVII, e incluso la del XVIII, era una política cortesana. Todo se movía en la corte: Amores y odios, tratados de paz y de guerra, intrigas, traiciones, compra de cargos públicos o eclesiásticos… La corte de Enrique no fue diferente a la corte Habsburgo o a la de los Valois; era el lugar donde la alta y la baja nobleza iba y venía, persiguiendo la sonrisa y el beneplácito del rey. «Enrique dejó claro que la corte era el sitio donde debía estar la nobleza si deseaba hacer realidad sus ambiciones tradicionales y ocupar el lugar que legítimamente le correspondía en la sociedad.»

Estar en la corte era una garantía de prestigio y de éxito social; aquél que era obligado a exiliarse porque había perdido el favor real sufría un ostracismo parecido al de los antiguos griegos: lejos del resplandor del monarca, declinaba, y si se mantenía apartado mucho tiempo moría… socialmente hablando.

«Los jóvenes amigos del rey que, a imitación de la corte francesa, ocupaban los puestos de la Cámara Privada desde septiembre del año 1518, eran «los favoritos: The King’s Minions.». Entre éstos, destacó Charles Brandon, al que el rey nombró enseguida duque de Suffolk. Brandon no era de la nobleza, su padre había sido el portaestandarte de Enrique VII en la batalla de Bosworth. El hijo entró en la casa del príncipe Arturo de dónde pasó a la corte del nuevo rey con el que enseguida trabó buena amistad.

Enrique tenía, por tanto, a su lado a hombres apuestos y aguerridos; algunos eran de noble cuna, pero no todos. Los que estaban más cerca de él pertene-cían a lo que se llamó: Cámara Privada.

«La Cámara Privada no era simplemente una habitación o una serie de habitaciones, sino un departamento de la casa que Enrique VII creó alrededor de 1495 para que cuidase de las necesidades privadas del soberano. Bajo Enrique VIII, la Cámara Privada se convertiría en una base de poder selecta […] Había una competencia feroz por hacerse con una plaza en la Cámara Privada.»

La corte de un rey joven es siempre una corte de bailes, lizas, cacerías y otros juegos menos inocentes; en los primeros años el derroche en fiestas y apuestas fue espectacular. En poco tiempo se dilapidó la fortuna del viejo rey. El humanista español Juan Luis Vives criticó con fina ironía el ambiente de esta corte de gustos franceses y libertinos. Poco después, alertado Enrique del peligro que semejante frivolidad cortesana pudiera repercutir negativamente en su reputación, expulsó a algunos de sus favoritos y por un tiempo se restauró cierto orden, discreción y comedimiento.

«Las alabanzas a un gobernante ideal las necesitaba Enrique para ofrecer una imagen más digna a los electores palatinos que en aquellos meses se reunían para designar al futuro Emperador por la muerte de Maximiliano […] Aquella pretensión de Enrique no pasaría de ser el nuevo estallido de una vanidad desenfrenada. La verdadera pugna se estableció entre Francisco I y Carlos I de España. Cuando este último se alzó con el triunfo, la paz en Europa ya quedaría herida de muerte por las continuas represalias del rey francés.» 



Dos de los hombres destacados de la corte Tudor fueron Thomas Howard, duque de Norfolk y Thomas Boleyn. «Los Boleyn eran una familia en ascensión que tenía aspiraciones sociales». Estaban emparentados con el duque de Norfolk, y tenían tres hijos: dos hembras: Mary y Anne, y un varón, George, futuro Lord Rochford. Durante un breve período de tiempo, Mary fue la amante de Enrique antes de que él pusiera sus ojos en Anne. Tan pronto el rey mostró una clara preferencia por esta última, la familia se vio colmada de atenciones y honores. El padre había sido embajador y diplomático, y las hijas habían estado varios años en la corte francesa, en el séquito de la reina. Ambas habían aprendido allí las artes del amor y de la seducción.

Las familias Howard-Boleyn conocieron un éxito mayúsculo en las décadas de 1520 y 1530 que amenazaba el del cardenal Wolsey tanto como el tren de vida del prelado les resultaba insufrible a ellos. La nobleza, ya se ha dicho anteriormente, no veía con buenos ojos el papel que jugaba el cardenal en la política inglesa. Sin embargo, Enrique lo tenía en alta estima y confiaba más en él que en cualquiera de sus consejeros.