Atractiva y decidida, logró el amor incondicional de Enrique VIII, que no dudó en romper con Roma para casarse con ella; pero su incapacidad para dar un heredero al monarca le costó la vida.
© Antonio Fernández Luzón
Ana Bolena se arrodilló ante el rey, y éste le puso un manto de terciopelo carmesí y una corona de oro; además, le otorgó 1.000 libras al año «para el mantenimiento de su dignidad». Ese 1 de septiembre de 1532, Enrique VIII había dado un paso insólito: había encumbrado a una mujer a par del reino. Era una dádiva de amor ofrecida como recompensa a la entrega de una dama que, tras años de entereza y previendo su pronto matrimonio, había accedido, por fin, a ser la amante del soberano, que entonces estaba casado con Catalina de Aragón, tía del emperador Carlos V.
La pareja pasó la Navidad en su casa de campo de Greenwich. En la noche de Reyes se sirvió un banquete tan espléndido que fue necesario habilitar cocinas provisionales en los jardines. Poco después, Ana sintió un intenso deseo de comer manzanas y se dio cuenta de que estaba embarazada. Como no querían que su hijo naciese fuera del matrimonio, y aunque el rey seguía casado con Catalina de Aragón, un capellán los desposó en secreto a finales de enero de 1533.
¿Quién era esa mujer capaz de subyugar a un poderoso monarca del Renacimiento, culto y despótico? ¿Cómo llegó a convertirse en la reina consorte más recordada de Inglaterra? Nacida en 1501, Ana Bolena adquirió una excelente formación: primero en la corte de Margarita de Austria y luego en Francia, donde fue dama de honor de María Tudor —hermana de Enrique VIII y esposa de rey galo Luis XII— y después de la reina Claudia, la esposa de Francisco I.
Además de modales cortesanos y cultura, tal vez aprendió otras habilidades más dudosas en la promiscua corte de Francisco I. En 1533, éste dijo en confianza al duque de Norfolk «cuán poco virtuosamente había vivido siempre Ana». El propio Enrique VIII confesó al embajador español, en 1536, que su mujer había sido «corrompida» en Francia y que él no lo descubrió hasta que empezó a tener relaciones sexuales con ella.
La pareja pasó la Navidad en su casa de campo de Greenwich. En la noche de Reyes se sirvió un banquete tan espléndido que fue necesario habilitar cocinas provisionales en los jardines. Poco después, Ana sintió un intenso deseo de comer manzanas y se dio cuenta de que estaba embarazada. Como no querían que su hijo naciese fuera del matrimonio, y aunque el rey seguía casado con Catalina de Aragón, un capellán los desposó en secreto a finales de enero de 1533.
¿Quién era esa mujer capaz de subyugar a un poderoso monarca del Renacimiento, culto y despótico? ¿Cómo llegó a convertirse en la reina consorte más recordada de Inglaterra? Nacida en 1501, Ana Bolena adquirió una excelente formación: primero en la corte de Margarita de Austria y luego en Francia, donde fue dama de honor de María Tudor —hermana de Enrique VIII y esposa de rey galo Luis XII— y después de la reina Claudia, la esposa de Francisco I.
Además de modales cortesanos y cultura, tal vez aprendió otras habilidades más dudosas en la promiscua corte de Francisco I. En 1533, éste dijo en confianza al duque de Norfolk «cuán poco virtuosamente había vivido siempre Ana». El propio Enrique VIII confesó al embajador español, en 1536, que su mujer había sido «corrompida» en Francia y que él no lo descubrió hasta que empezó a tener relaciones sexuales con ella.
UN REY A SUS PIES
Comoquiera que fuese, tras su regreso a Inglaterra en 1525 Ana no tardó en atraer la atención de Enrique. Bella e inteligente, hablaba francés con soltura y poseía conocimientos de latín; destacaba en la danza, la música y la poesía, y vestía a la última moda. Enrique le declaró su amor en 1526, pero ella se negó a ser su concubina porque sabía «lo pronto que se hartaba el rey de las que le habían servido como queridas». En realidad, Ana aspiraba a ocupar el trono de Inglaterra y, en consecuencia, coqueteaba con el monarca, se hacía de rogar o se dejaba querer, pero rehuía la consumación carnal. De la pasión que despertaba en el rey son testimonio las cartas que él le escribió entre 1527 y 1529, en una de las cuales decía: «Deseo estar en los brazos de mi amada, cuyos bonitos pechos espero besar dentro de poco… Confío gozar de aquello que tanto he anhelado, con satisfacción de ambos».
En 1528, Ana Bolena actuaba ya como si fuera la reina. Se sentaba en el asiento de ésta en los banquetes, y lucía espléndidas joyas y suntuosos vestidos de color púrpura, el color reservado para la realeza. Se le rendía mayor homenaje que a Catalina de Aragón, cada vez más arrinconada; pero esto no le bastaba. En una ocasión en que Enrique cenó con la reina, Ana armó un escándalo y le expresó airada sus quejas por las tortuosas demoras en la anulación del vínculo marital que le unía a Catalina. Incluso insinuó que le dejaría y declaró que estaba malgastando su juventud «inútilmente».
El problema de la nulidad matrimonial polarizó la opinión entre la nobleza y provocó una porfiada lucha por el poder. En aquel momento existían tres facciones en la corte: quienes seguían al cardenal Wolsey, aún ministro principal, y apoyaban al rey; los conservadores, que secundaban discretamente a la reina Catalina; y la facción de los Bolena, que pronto sería la más poderosa y lideraban la propia Ana, Thomas y George Bolena, y sir Francis Bryan.
Comoquiera que fuese, tras su regreso a Inglaterra en 1525 Ana no tardó en atraer la atención de Enrique. Bella e inteligente, hablaba francés con soltura y poseía conocimientos de latín; destacaba en la danza, la música y la poesía, y vestía a la última moda. Enrique le declaró su amor en 1526, pero ella se negó a ser su concubina porque sabía «lo pronto que se hartaba el rey de las que le habían servido como queridas». En realidad, Ana aspiraba a ocupar el trono de Inglaterra y, en consecuencia, coqueteaba con el monarca, se hacía de rogar o se dejaba querer, pero rehuía la consumación carnal. De la pasión que despertaba en el rey son testimonio las cartas que él le escribió entre 1527 y 1529, en una de las cuales decía: «Deseo estar en los brazos de mi amada, cuyos bonitos pechos espero besar dentro de poco… Confío gozar de aquello que tanto he anhelado, con satisfacción de ambos».
En 1528, Ana Bolena actuaba ya como si fuera la reina. Se sentaba en el asiento de ésta en los banquetes, y lucía espléndidas joyas y suntuosos vestidos de color púrpura, el color reservado para la realeza. Se le rendía mayor homenaje que a Catalina de Aragón, cada vez más arrinconada; pero esto no le bastaba. En una ocasión en que Enrique cenó con la reina, Ana armó un escándalo y le expresó airada sus quejas por las tortuosas demoras en la anulación del vínculo marital que le unía a Catalina. Incluso insinuó que le dejaría y declaró que estaba malgastando su juventud «inútilmente».
El problema de la nulidad matrimonial polarizó la opinión entre la nobleza y provocó una porfiada lucha por el poder. En aquel momento existían tres facciones en la corte: quienes seguían al cardenal Wolsey, aún ministro principal, y apoyaban al rey; los conservadores, que secundaban discretamente a la reina Catalina; y la facción de los Bolena, que pronto sería la más poderosa y lideraban la propia Ana, Thomas y George Bolena, y sir Francis Bryan.
UNA CORONACIÓN FASTUOSA
Absolutamente comprometida con la causa de la Reforma protestante (Chapuys, embajador de Carlos V, la describió como «más luterana que el propio Lutero»), Ana logró derrocar a su enemigo, el cardenal Wolsey, cuya caída, en octubre de 1529, propició el ascenso de Thomas Cranmer. Éste desencallaría la espinosa cuestión del «divorcio» de Enrique y sería recompensado con el arzobispado de Canterbury.
El 1 de septiembre de 1532, Enrique y Ana visitaron al rey de Francia, Francisco I, con vistas a recabar su apoyo para un matrimonio al que se oponían Carlos V y el papa Clemente VII. Ana triunfó totalmente: lució un fastuoso vestuario y llevó las joyas de las reinas de Inglaterra, arrancadas por la fuerza a Catalina.
A principios de 1533, y tras su boda secreta con Enrique, Ana era reina a todos los efectos menos de nombre. Cranmer acudió en su ayuda y propuso medidas radicales para legalizar la situación. Así, en abril el Parlamento aprobó el Acta de Restricción de Apelaciones, la primera de las leyes que acabarían provocando el cisma inglés y la creación de la Iglesia anglicana. El papa quedaba desautorizado para juzgar el litigio matrimonial de Enrique, y Catalina de Aragón ya no podría apelar al Vaticano contra las decisiones tomadas por las autoridades religiosas inglesas. El 23 de mayo, el arzobispo Cranmer convocó un tribunal eclesiástico que declaró nula la unión del rey con Catalina, y, cinco días después, sentenció que la boda entre Enrique y Ana era válida y legítima.
La apoteósica coronación de Ana Bolena superó en esplendor a la de todas sus predecesoras. El 31 de mayo, vestida de paño de oro y armiño blanco, hizo su entrada en Londres y recorrió la ciudad en una procesión que se extendía a lo largo de más de medio kilómetro. Los arcos triunfales y los espectáculos organizados en su honor loaban la castidad de la nueva soberana y expresaban la esperanza de que diera a luz hijos varones que continuasen la dinastía Tudor.
La facción de los Bolena estaba en el cenit de su poder. La religión, el arte y todos los aspectos de la cultura cortesana se utilizaron para exaltar la imagen de la nueva reina. Ana usó su influencia para promover la Reforma y marcó la pauta intelectual de la corte favoreciendo a eruditos comprometidos con el anglicanismo. Rara vez se la veía en público sin un devocionario en las manos y dio a sus damas un librito de rezos que podía llevarse colgando del cinturón.
Absolutamente comprometida con la causa de la Reforma protestante (Chapuys, embajador de Carlos V, la describió como «más luterana que el propio Lutero»), Ana logró derrocar a su enemigo, el cardenal Wolsey, cuya caída, en octubre de 1529, propició el ascenso de Thomas Cranmer. Éste desencallaría la espinosa cuestión del «divorcio» de Enrique y sería recompensado con el arzobispado de Canterbury.
El 1 de septiembre de 1532, Enrique y Ana visitaron al rey de Francia, Francisco I, con vistas a recabar su apoyo para un matrimonio al que se oponían Carlos V y el papa Clemente VII. Ana triunfó totalmente: lució un fastuoso vestuario y llevó las joyas de las reinas de Inglaterra, arrancadas por la fuerza a Catalina.
A principios de 1533, y tras su boda secreta con Enrique, Ana era reina a todos los efectos menos de nombre. Cranmer acudió en su ayuda y propuso medidas radicales para legalizar la situación. Así, en abril el Parlamento aprobó el Acta de Restricción de Apelaciones, la primera de las leyes que acabarían provocando el cisma inglés y la creación de la Iglesia anglicana. El papa quedaba desautorizado para juzgar el litigio matrimonial de Enrique, y Catalina de Aragón ya no podría apelar al Vaticano contra las decisiones tomadas por las autoridades religiosas inglesas. El 23 de mayo, el arzobispo Cranmer convocó un tribunal eclesiástico que declaró nula la unión del rey con Catalina, y, cinco días después, sentenció que la boda entre Enrique y Ana era válida y legítima.
La apoteósica coronación de Ana Bolena superó en esplendor a la de todas sus predecesoras. El 31 de mayo, vestida de paño de oro y armiño blanco, hizo su entrada en Londres y recorrió la ciudad en una procesión que se extendía a lo largo de más de medio kilómetro. Los arcos triunfales y los espectáculos organizados en su honor loaban la castidad de la nueva soberana y expresaban la esperanza de que diera a luz hijos varones que continuasen la dinastía Tudor.
La facción de los Bolena estaba en el cenit de su poder. La religión, el arte y todos los aspectos de la cultura cortesana se utilizaron para exaltar la imagen de la nueva reina. Ana usó su influencia para promover la Reforma y marcó la pauta intelectual de la corte favoreciendo a eruditos comprometidos con el anglicanismo. Rara vez se la veía en público sin un devocionario en las manos y dio a sus damas un librito de rezos que podía llevarse colgando del cinturón.
LA CAÍDA EN DESGRACIA
En el verano de 1533, Ana se enteró de que Enrique tenía un escarceo con una bella dama, hecho habitual cuando sus esposas estaban embarazadas. A diferencia de Catalina, le afeó su conducta y usó palabras que no gustaron nada al rey. Éste, furioso, le dijo que debía «aguantarse como habían hecho otras mejores que ella», advirtiéndole que podía hundirla tan rápidamente como la había encumbrado. El nacimiento el 7 de septiembre, no del esperado varón, sino de una hija (la futura Isabel I), no contribuyó a mejorar la relación entre los esposos. Tal como informó el embajador veneciano, «el rey está ya fatigado hasta la saciedad de su nueva reina».
Sin embargo, había que acabar con la oposición al matrimonio real. En 1534 el parlamento dictó un Acta de Supremacía que consagraba al rey como Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, cortando definitivamente el vínculo entre Enrique y Roma, y luego otorgó la sucesión a la princesa Isabel en detrimento de María, hija de Catalina. Todo el que no jurara estas disposiciones podía ser condenado a muerte por alta traición. Así, cayeron las cabezas de quienes, como Tomás Moro, se opusieron a ello.
Pero después de sufrir un aborto, Ana se vio sometida a una gran presión. Enrique, frustrado porque no le daba el ansiado hijo varón, se entregó a «bailes y mujeres más que nunca», se mostraba cada vez más irritado ante las quejas de la reina y, a fines de 1535, inició un romance con Jane Seymour. El fuego amoroso del rey por su esposa ya se había extinguido, pero ésta se convirtió en un problema político tanto en el interior, por su impopularidad, como en el exterior, ya que tras la muerte de Catalina representaba un obstáculo para el acercamiento entre Enrique y el emperador Carlos V que defendía el primer ministro Thomas Cromwell.
El 30 de abril de 1536, mientras Ana, embarazada de nuevo, estaba en Greenwich Park, Cromwell le tendió una trampa y presentó ante el rey pruebas, al parecer incontestables, de que la reina había seducido a Smeaton y a otros miembros de su Consejo Privado, incluido su propio hermano. Aún más, había tramado un regicidio para casarse con uno de sus amantes y gobernar como regente del hijo que llevaba en su seno.
La mayoría de los historiadores considera infundadas las 22 acusaciones de adulterio que se presentaron en contra de Ana Bolena y es improbable que conspirara para asesinar al rey, que era su principal valedor y fuente de poder. Sin embargo, su reputación de mujer frívola, su gusto por la compañía masculina, y su indulgencia con el galanteo y los juegos del amor cortés hicieron que el monarca y muchos otros la creyeran culpable. Un tribunal presidido por su tío, el duque de Norfolk, y en el que figuraba su propio padre la condenó a muerte. Fue decapitada el 19 de mayo de 1536; Enrique sólo esperó diez días para casarse con Jane Seymour. ■
En el verano de 1533, Ana se enteró de que Enrique tenía un escarceo con una bella dama, hecho habitual cuando sus esposas estaban embarazadas. A diferencia de Catalina, le afeó su conducta y usó palabras que no gustaron nada al rey. Éste, furioso, le dijo que debía «aguantarse como habían hecho otras mejores que ella», advirtiéndole que podía hundirla tan rápidamente como la había encumbrado. El nacimiento el 7 de septiembre, no del esperado varón, sino de una hija (la futura Isabel I), no contribuyó a mejorar la relación entre los esposos. Tal como informó el embajador veneciano, «el rey está ya fatigado hasta la saciedad de su nueva reina».
Sin embargo, había que acabar con la oposición al matrimonio real. En 1534 el parlamento dictó un Acta de Supremacía que consagraba al rey como Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, cortando definitivamente el vínculo entre Enrique y Roma, y luego otorgó la sucesión a la princesa Isabel en detrimento de María, hija de Catalina. Todo el que no jurara estas disposiciones podía ser condenado a muerte por alta traición. Así, cayeron las cabezas de quienes, como Tomás Moro, se opusieron a ello.
Pero después de sufrir un aborto, Ana se vio sometida a una gran presión. Enrique, frustrado porque no le daba el ansiado hijo varón, se entregó a «bailes y mujeres más que nunca», se mostraba cada vez más irritado ante las quejas de la reina y, a fines de 1535, inició un romance con Jane Seymour. El fuego amoroso del rey por su esposa ya se había extinguido, pero ésta se convirtió en un problema político tanto en el interior, por su impopularidad, como en el exterior, ya que tras la muerte de Catalina representaba un obstáculo para el acercamiento entre Enrique y el emperador Carlos V que defendía el primer ministro Thomas Cromwell.
El 30 de abril de 1536, mientras Ana, embarazada de nuevo, estaba en Greenwich Park, Cromwell le tendió una trampa y presentó ante el rey pruebas, al parecer incontestables, de que la reina había seducido a Smeaton y a otros miembros de su Consejo Privado, incluido su propio hermano. Aún más, había tramado un regicidio para casarse con uno de sus amantes y gobernar como regente del hijo que llevaba en su seno.
La mayoría de los historiadores considera infundadas las 22 acusaciones de adulterio que se presentaron en contra de Ana Bolena y es improbable que conspirara para asesinar al rey, que era su principal valedor y fuente de poder. Sin embargo, su reputación de mujer frívola, su gusto por la compañía masculina, y su indulgencia con el galanteo y los juegos del amor cortés hicieron que el monarca y muchos otros la creyeran culpable. Un tribunal presidido por su tío, el duque de Norfolk, y en el que figuraba su propio padre la condenó a muerte. Fue decapitada el 19 de mayo de 1536; Enrique sólo esperó diez días para casarse con Jane Seymour. ■