Uno de los aspectos que más
entusiasman a lectores y espectadores de novelas y películas “de época” es la
fastuosidad de los banquetes y los bailes de la corte. Todo el despliegue de
riqueza y abundancia imperantes en los grandes salones europeos, en las grandes
mesas, con tal profusión de manjares y buenos caldos invitan a la gula y el
desenfreno. El Renacimiento deja también su huella a la hora de comer; aparecen
nuevos gustos y nuevas modas. En el artículo que hoy os posteo se explica con
detalle todo el protocolo que rodea una gran cena.
En
el siglo XVI se empezó a comer con tenedor, y no con las manos, y a limpiarse
con servilletas en vez de con el mantel.
©
Francesca Prince
© Historia National Geographic
Roma, 13 de septiembre de
1513. La ciudad ha organizado un banquete en honor de Julio de Médicis, recientemente
nombrado cardenal. La mesa se levanta sobre un estrado en la céntrica plaza del
Capitolio, a la vista de curiosos y transeúntes. Antes de que comience el
desfile de platos, los invitados disponen de agua para enjuagarse las manos; y
durante la comida, cada convidado dispone de una fina servilleta, un cuchillo,
una cuchara y un tenedor para su uso particular. El humo de hierbas aromáticas
disipa cualquier olor que pudiera molestar a los comensales.
Por el tipo de cocina o la
mezcla de gastronomía y espectáculo, esta escena romana podría parecerse a un
festín medieval. Sin embargo, si se observa con mayor detenimiento, las
diferencias entre este ágape renacentista y una celebración similar de la Edad
Media son notables. En especial, llama la atención la ausencia de una de las costumbres
más características de los siglos medievales: la de compartirlo todo, desde la
cuchara hasta los platos.
CORTESÍA
MEDIEVAL
En la Edad Media no había
comedores como los que hoy conocemos. Las mesas para comer consistían en simples
tablas colocadas sobre caballetes (motivo por el cual se habla de «poner la
mesa») y cubiertas por un enorme mantel, que los comensales utilizaban para
limpiarse los dedos. Sobre ellas no había platos ni vasos individuales, los
cuchillos y las cucharas se compartían y la sopa se bebía directamente de la
escudilla. Con la punta del cuchillo, los comensales tomaban los trozos de
comida de una fuente común y depositaban el bocado sobre una tabla o sobre una
gruesa rebanada de pan, generalmente compartida por dos personas. De ahí deriva
la palabra «compañero», es decir, aquellos que comparten el mismo pan. Al
final, el pan sobrante, impregnado de salsa, se daba a los pobres o a los
perros.
Sin embargo, había normas que
regían el banquete medieval, en apariencia tan desordenado, y así lo reflejan
los manuales de conducta de la época, que atacan la falta de consideración
hacia las personas con las que se comparte mesa. En 1384, el teólogo catalán
Francesc Eiximenis, en su obra Lo crestià,
exhortaba a los comensales a seguir ciertas normas: «Si has escupido o te has
sonado la nariz, nunca te limpies las manos en el mantel», y a continuación
precisaba: «Siempre que tengas que escupir durante la comida, hazlo detrás de
ti y en ningún caso, por encima de la mesa o de nadie». Un texto alemán nos
advierte que sonarse la nariz con el mantel es «de mal nacidos», y que hurgarse
este apéndice mientras estamos comiendo «no es decente».
UNA
NUEVA ETIQUETA
Durante el siglo XV se gestó
una nueva idea del comer y de todo el ritual que rodeaba el acto de compartir
la comida. Fue el humanista Erasmo de Rotterdam quien la plasmó en su tratado De la urbanidad en las maneras de los niños
(De civilitate morum puerilium),
donde sentó las bases de una nueva actitud en la mesa. Publicado por vez primera
en 1530, este breve manual conoció más de treinta ediciones en poco tiempo.
El tratado, destinado al joven
Enrique de Borgoña, hijo de Adolfo, príncipe de Veere, se refiere a los comportamientos
propios de un noble, entre los que se cuenta la conducta en la mesa. Destaca la
importancia de mostrar mesura: «Algunos, apenas se han sentado, echan las manos
a los manjares; esto es propio de lobos». También debemos conocer el uso
correcto de los diversos utensilios: «En guisos caldosos sumergir los dedos es
de pueblerinos; con el cuchillo o con un tenedor retire de ello lo que quiere;
y no lo ande eligiendo».
Pero la nueva etiqueta iba más
allá de prescribir el uso correcto de los cubiertos o de señalar actitudes
impropias. También añadía, por ejemplo, que la conversación agradable era parte
importante del menú. Por ello, Erasmo aconseja que, a la vez que nos
enjuaguemos las manos antes de comer, arrojemos «todo lo que en el ánimo haya
de pena, pues en el convite ni es bien estar triste ni entristecer a nadie».
En su tratado de urbanidad,
Erasmo señalaba, además, que adoptando los modales de civilidad nos distinguiremos
de las bestias o de la gente grosera, una posibilidad, en principio, al alcance
de todos, como el humanista holandés recalca en la conclusión: si «a quienes
les tocó en suerte ser de buena cuna, deshonroso les es no responder a su
linaje con sus maneras», también es cierto que «nadie puede para sí elegir
padres o patria; pero puede cada cual hacerse su carácter y modales».
LA
SERVILLETA, EN EL HOMBRO
A esta búsqueda de la afinidad
de modales y gustos entre los comensales se suma, como ha observado el historiador
Jean-Louis Flandrin, el avance de la idea de limpieza que, por otra parte, coincide
con el progreso del individualismo renacentista frente a la promiscuidad
medieval. Así, no sólo se rechaza cada vez más, como hace Erasmo, el uso de los
dedos para llevarse alimentos a la boca, sino que se impone el empleo de nuevos
utensilios de mesa como servilletas, platos, vasos, cuchillos y tenedores
individuales.
Las servilletas se convertirán
en un elemento indispensable para cada uno de los comensales; con ellas se protegen
los delicados manteles que adornan las mesas y las vestiduras de los caballeros
y las damas. En España, al parecer, introdujeron su uso e incluso su nombre los
nobles flamencos que vinieron con Carlos V a la Península; la palabra
servilleta procedería de la voz flamenca servete,
derivada a su vez del latín servare,
«guardar», «cuidar». Inicialmente, su uso estuvo limitado a las grandes
ocasiones, momento en el cual había que demostrar que se sabía utilizarla de
forma correcta: colocándola sobre el hombro izquierdo, según dictaba la
etiqueta de la época.
EL
DIABÓLICO TENEDOR
Junto a la servilleta se
extiende el uso de un instrumento que es visto con recelo: el tenedor. Y ello a
pesar de que su venida a Europa databa de siglos atrás; llegó con una princesa
bizantina, Teodora, que viajó a Venecia en 1071 para desposarse con Domenico
Selvo, el dux veneciano. En su
equipaje traía consigo una broca de dos puntas que usaba para llevarse los
alimentos a la boca. Sus gustos —demasiado mundanos y cosmopolitas—
escandalizaron a los italianos e incluso el representante del Vaticano en la Serenísima
tachó el tenedor de instrumentum diaboli.
Desde Italia, el tenedor viajó
a Francia en 1533 de la mano de Catalina de Médicis, esposa de Enrique II. Una
vez más, la corte tachó de extravagante tal utensilio. Décadas después Enrique
III, al que se consideraba homosexual, fue objeto de continuas chanzas por el
uso del tenedor, que se convirtió así en una marca de amaneramiento. Años más
tarde, en 1605, Arthus Thomas, señor de Embry, aún se burlaba de los modales de
la corte en su libro Descripción de la
isla de los Hermafroditas: «En la mesa, no tocan nunca la carne con los
dedos, sino con tenedores que se acercan a la boca estirando el cuello. Pero el
verdadero espectáculo se da cuando los comensales intentan agarrar los
garbanzos o guisantes; entonces, los más torpes acaban dejando caer más en el
plato o en la mesa que en sus bocas».
El uso del sospechoso tenedor
(cuyo nombre en castellano deriva del verbo «tener») no arraigaría hasta mucho
tiempo después. En 1611, el viajero y novelista inglés Thomas Coryat, quien
adoptó, quien adoptó de Italia la costumbre del tenedor y la llevó a su país,
decía al respecto que «mis amigos se burlan y me llaman Furcifer». Sólo en el
siglo XVIII los manuales dictaron el manejo del tenedor como instrumento
individual. Y por mucho que su uso (al igual que el de la servilleta) tardase
en implantarse, no hay duda de que nuestras costumbres actuales a la hora de
comer deben mucho a los convites renacentistas.