© Julia
Siles Ortega. 2009
Hoy os presento a dos mujeres que van a desempeñar, cada cual a su modo, un rol decisivo en la vida de María. Aquí esbozo una muy pequeña parte de su personalidad y su carácter. Es sólo una breve introducción a los personajes que en la novela tendrán, como es natural, un papel mucho más significativo.
Comparar a estas dos mujeres en el contexto
social, político y religioso de la Inglaterra del siglo XVI daría pie a más de una
tesis doctoral. Aquí me limitaré a esbozar lo más destacado de ambas, lo que
las distingue y las enfrenta, más allá de la figura omnipresente de Enrique
VIII.
De entrada, pertenecen a dos mundos distintos: el
germano y el latino. Es una cuestión de caracteres. Por un lado la piedad, la
sumisión y la resignación a permanecer en un estatus femenino del que no se
puede escapar, ni siquiera siendo reina; por el otro, el pragmatismo inglés y
la ambición desmedida, hija del inconformismo y de la soberbia. Dos
temperamentos y dos credos muy distintos. Por un lado: la reina católica, humilde
y paciente. Sometida primero a la voluntad de sus padres para inclinarse, más
tarde, ante la de su caprichoso esposo. Una mujer sencilla y de pocos alardes,
digna y discreta. Por el otro: una joven educada en los placeres mundanos, a la
que gusta que la miren y la admiren; una mujer que no se conforma con el lugar
que ocupa en la sociedad y en la corte. Quiere más de lo que la vida le ha
ofrecido hasta ahora, y sabe muy bien cómo conseguirlo.
¿Acaso no es piadosa, no es temerosa de Dios? Sí,
por supuesto, ¿quién se atrevería a no serlo en esos tiempos? Pero una cosa es
la devoción religiosa y la lectura privada e íntima de la Biblia , y otra muy distinta
la vida fastuosa dn la corte.
Comparar a Catalina y a Ana es comparar la
inflexibilidad, el rigor y la obstinación del catolicismo frente al sentido
común, la maleabilidad y la tolerancia del protestantismo. Tan importante como
su juventud y su fertilidad innegables, es el hecho de que Ana abraza ya las
ideas reformistas que han ido infiltrándose en Inglaterra en los últimos años.
¿Habría consentido una mujer católica en que Enrique rompiera con la Iglesia de Roma, hubiera
podido sobrellevar ese sentimiento de culpa?
Ana no se sentirá culpable de esa ruptura con el
Papa, antes al contrario: la incitará, la provocará conscientemente. La
voluntad de Enrique —que es la suya misma— está por encima de todo. Incluso por
encima de la obediencia a Roma.
Culturalmente, ambas mujeres están a la par; las
dos han recibido una esmerada educación humanista. Probablemente la más acusada
diferencia sea que, mientras que una fue educada en una España oscura, de
intolerancia religiosa propiciada por la temible Inquisición, la otra pasó su
infancia y adolescencia en la corte francesa: alegre y festiva, donde los placeres
no sólo estaban permitidos, sino que parecían de obligado disfrute.