«En un caluroso día del mes de agosto de 1501 embarcó en La Coruña una niña española, de aire formal y grave, que iba a contraer nupcias y entrar a formar parte de una familia inglesa […] La niña, que aún no había los dieciséis años, desconocía en absoluto el idioma inglés y el francés, y las únicas impresiones personales que poseía del joven con quien iban a desposarla se las había proporcionado un pequeño retrato de su prometido.»
Era Catalina la menor de las hijas de Isabel y Fernando, y coinciden los historiadores en señalar el gran parecido de la princesa con su madre: la misma fortaleza de carácter, la misma dignidad regia y la misma piedad cristiana. Y un sentido del deber que le impide cuestionar las decisiones que sobre ella y su destino se toman, acatándolas con sumisión, resignación y paciencia.
Catalina llevó a Inglaterra —y a su suegro, Enrique VII— una dote de 200.000 escudos. «No es de extrañar que, con motivo del desembarco de Dª Catalina en Plymouth en octubre de 1501, el pueblo se congregara a vitorearla. Veían en ella el final de tanta discordia civil […]». La entrada en Londres el 12 de noviembre es un acontecimiento solemne. Edward Stafford, duque de Buckingham, la recibió y saludó cortésmente; entre ellos se estableció una «amistad leal y sin reservas que sólo se interrumpiría con la muerte». Entre el populacho se encontraba un joven Thomas More, que veía en esta alianza matrimonial el comienzo de una era de prosperidad y bienestar para el país.
La gran alianza que se prometía Enrique VII con los españoles apenas duró unos meses; en abril del año siguiente a la llegada de Catalina a tierra inglesa, Arturo moría de tuberculosis, sin que se llegara a consumar su matrimonio.
A partir de entonces no se supo muy bien qué hacer con la Infanta viuda. Los próximos siete años iban a ser muy difíciles para Catalina; el joven príncipe Enrique se desposó con ella un año más tarde, pero no era un compromiso firme, ni había ya un interés por la princesa. El malestar se agudizó al morir Isabel de York, en 1503, a cuya muerte le siguió, en 1504, la de Isabel la Católica. La muerte de estas dos reinas dejó a sus respectivos viudos, Enrique y Fernando, como jugadores de ajedrez sobre el tablero europeo. Más preocupado por las ambiciones de su yerno, Felipe de Habsburgo, el rey católico se olvidó de su hija Catalina, y desatendió cualquier necesidad o ruego proveniente de ella. Por su parte, Enrique VII, una vez muerto Felipe, aspiraba a contraer nupcias con Juana de Castilla, que si bien no era apta para gobernar, sí lo era para casarse de nuevo; las riquezas de la Corona castellana le resultaban muy apetecibles al rey Tudor. Entre los anhelos de uno y las ambiciones de otro, Catalina se sumía en la aflicción, pues nadie parecía reparar en su existencia, y apenas tenía qué comer o con qué vestirse.
Todo esto cambió en 1509 con la muerte del viejo rey. El joven Enrique le sucedió, y al poco tiempo decidió finalmente casarse con la mujer viuda de su hermano.
«Fueron las gracias y los dones personales de aquella infanta, junto a su alcurnia dinástica, lo que pesó en el ánimo del joven rey para casarse con ella […], su prestancia tan modestamente elegante, su encantadora sonrisa abierta a todos, sus grandes conocimientos intelectuales y domésticos, todavía no implantados en la vida inglesa… Tanto él como su corte necesitaban aquel sello específico, tan distinguido y personal, que ninguna otra princesa parecía capaz de ofrecer."
Probablemente Enrique no llegó nunca a amar a Catalina, ni nadie, honestamente, esperaba que hubiera amor entre ellos. En el siglo XVI los matrimonios eran una cuestión política, y en contadas excepciones había una auténtica afinidad entre los contrayentes; la mayoría de las veces éstos se conocían a los pocos días del enlace, o incluso el mismo día en que se desposaban. La naturaleza carnal de Enrique y la excesiva piedad de Catalina propició que, desde bien temprano, él buscara la compañía de otras mujeres, con frecuencia damas de la corte. La reina no era ajena a los deseos del rey, pero estaba en su naturaleza y en su deber «hacer la vista gorda y oídos sordos» a lo que ocurría a su alrededor. Los rumores y los «dimes y diretes» sobre la concupiscencia del rey no podían ni debían alterar su regia dignidad.
Por otra parte, hay que reconocer que Enrique hacía partícipe a su esposa de las decisiones del gobierno, y buscaba su beneplácito como garantía para no errar. Asimismo, buscaba su compañía en pasatiempos tales como la música, la danza o la cetrería, en las que ambos rivalizaban en habilidad. Catalina era, por lo demás, una consumada latinista y, al igual que Enrique, simpatizaba con los humanistas que llegaban a la corte y a los que Enrique agasajaba sin reparar en gastos. Puede decirse que, durante los primeros años, hubo entre ellos un trato cordial y respetuoso, y cierta clase de amor fraternal.
Era Catalina la menor de las hijas de Isabel y Fernando, y coinciden los historiadores en señalar el gran parecido de la princesa con su madre: la misma fortaleza de carácter, la misma dignidad regia y la misma piedad cristiana. Y un sentido del deber que le impide cuestionar las decisiones que sobre ella y su destino se toman, acatándolas con sumisión, resignación y paciencia.
Catalina llevó a Inglaterra —y a su suegro, Enrique VII— una dote de 200.000 escudos. «No es de extrañar que, con motivo del desembarco de Dª Catalina en Plymouth en octubre de 1501, el pueblo se congregara a vitorearla. Veían en ella el final de tanta discordia civil […]». La entrada en Londres el 12 de noviembre es un acontecimiento solemne. Edward Stafford, duque de Buckingham, la recibió y saludó cortésmente; entre ellos se estableció una «amistad leal y sin reservas que sólo se interrumpiría con la muerte». Entre el populacho se encontraba un joven Thomas More, que veía en esta alianza matrimonial el comienzo de una era de prosperidad y bienestar para el país.
La gran alianza que se prometía Enrique VII con los españoles apenas duró unos meses; en abril del año siguiente a la llegada de Catalina a tierra inglesa, Arturo moría de tuberculosis, sin que se llegara a consumar su matrimonio.
A partir de entonces no se supo muy bien qué hacer con la Infanta viuda. Los próximos siete años iban a ser muy difíciles para Catalina; el joven príncipe Enrique se desposó con ella un año más tarde, pero no era un compromiso firme, ni había ya un interés por la princesa. El malestar se agudizó al morir Isabel de York, en 1503, a cuya muerte le siguió, en 1504, la de Isabel la Católica. La muerte de estas dos reinas dejó a sus respectivos viudos, Enrique y Fernando, como jugadores de ajedrez sobre el tablero europeo. Más preocupado por las ambiciones de su yerno, Felipe de Habsburgo, el rey católico se olvidó de su hija Catalina, y desatendió cualquier necesidad o ruego proveniente de ella. Por su parte, Enrique VII, una vez muerto Felipe, aspiraba a contraer nupcias con Juana de Castilla, que si bien no era apta para gobernar, sí lo era para casarse de nuevo; las riquezas de la Corona castellana le resultaban muy apetecibles al rey Tudor. Entre los anhelos de uno y las ambiciones de otro, Catalina se sumía en la aflicción, pues nadie parecía reparar en su existencia, y apenas tenía qué comer o con qué vestirse.
Todo esto cambió en 1509 con la muerte del viejo rey. El joven Enrique le sucedió, y al poco tiempo decidió finalmente casarse con la mujer viuda de su hermano.
«Fueron las gracias y los dones personales de aquella infanta, junto a su alcurnia dinástica, lo que pesó en el ánimo del joven rey para casarse con ella […], su prestancia tan modestamente elegante, su encantadora sonrisa abierta a todos, sus grandes conocimientos intelectuales y domésticos, todavía no implantados en la vida inglesa… Tanto él como su corte necesitaban aquel sello específico, tan distinguido y personal, que ninguna otra princesa parecía capaz de ofrecer."
Probablemente Enrique no llegó nunca a amar a Catalina, ni nadie, honestamente, esperaba que hubiera amor entre ellos. En el siglo XVI los matrimonios eran una cuestión política, y en contadas excepciones había una auténtica afinidad entre los contrayentes; la mayoría de las veces éstos se conocían a los pocos días del enlace, o incluso el mismo día en que se desposaban. La naturaleza carnal de Enrique y la excesiva piedad de Catalina propició que, desde bien temprano, él buscara la compañía de otras mujeres, con frecuencia damas de la corte. La reina no era ajena a los deseos del rey, pero estaba en su naturaleza y en su deber «hacer la vista gorda y oídos sordos» a lo que ocurría a su alrededor. Los rumores y los «dimes y diretes» sobre la concupiscencia del rey no podían ni debían alterar su regia dignidad.
Por otra parte, hay que reconocer que Enrique hacía partícipe a su esposa de las decisiones del gobierno, y buscaba su beneplácito como garantía para no errar. Asimismo, buscaba su compañía en pasatiempos tales como la música, la danza o la cetrería, en las que ambos rivalizaban en habilidad. Catalina era, por lo demás, una consumada latinista y, al igual que Enrique, simpatizaba con los humanistas que llegaban a la corte y a los que Enrique agasajaba sin reparar en gastos. Puede decirse que, durante los primeros años, hubo entre ellos un trato cordial y respetuoso, y cierta clase de amor fraternal.